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jueves, 28 de febrero de 2013

Las Larvas y su metamorfosis





LAS LARVAS Y SU METAMORFOSIS
 
    


Despierto abruptamente a las 4:00 de la madrugada, aquejado por una cefalea intensa, las fuertes punzadas que siento en mi cerebro, son como si un perverso torturador, regocijado por su macabra labor, me estuviese insertando gigantescas agujas con punta roma, para provocar aún mayor dolor, lo que me hace percibir la sensación de que mi cabeza fuese a estallar en cualquier momento. Levanto las sábanas y frazadas lentamente y con cuidado con la finalidad de no perturbar el sueño de mi cónyuge.
- ¿Por qué te levantas tan temprano?, pregunta mi esposa.
- No tengo deseos de responderle.
Desciendo desde la cama matrimonial me dirijo a la cocina, busco, con mis manos temblando, en un mueble donde están los medicamentos. Los encuentro, extraigo tres tabletas, las cuales ingiero con bastante agua. Espero pacientemente que la jaqueca decline.
Camino hacia la ventana, corro la cortina, observo la calle, está obscura. En ese momento puedo advertir que mis manos son como las patas de un animal salvaje, casi redondas, con pezuñas, podrían ser las de un toro o, tal vez, las de un caballo. En otras oportunidades he palpado como si fuesen las de un ave de rapiña, grandes, cubiertas de bellos, cuatro dedos y garras en vez de uñas. Siento un estremecimiento al pensar que me estoy transformando en un animal, o, más que un animal, en una bestia, o tal vez, y esto es lo que más me angustia, ¿terminaré convertido en un segundo Leviatán capaz de lanzar ácido por su boca provocando quemaduras en sus víctimas, o en el terrible Minotauro encerrado en un laberinto, en una Hidra escondida en su guarida en el lago de Lerna en el Golfo de la Argólida o, tal vez, en un Basilisco que, con su potente veneno marchita las plantas? ¿Será, tal vez, una metamorfosis que, cuan Gregorio Samsa, se va transformando en un insecto gigante que lo lleva a encerrarse en su habitación, bajo llave, temiendo que descubran su espantosa transformación física? ¿O, sencillamente, es una falsa creación de mi mente originada por quizá qué cambios químicos producidos al azar por la naturaleza? Temblando, levanto mis manos lentamente, muy lentamente como si fuese una ceremonia religiosa en la cual se implora a Dios su infinita piedad, o, como si fuese un ritual de alguna lejana tribu pidiendo a sus dioses que los proteja de alguna peste maligna. Al tenerlas frente a mis ojos, todo mi cuerpo se serena, mis músculos se relajan, una gran alegría invade mi espíritu, pues me doy cuenta que mis manos son normales o aparentemente normales.

¿Cómo poder revertir este estado mental, estado que, en reiteradas ocasiones, me lleva a no poder distinguir la realidad de la ficción? ¿Me acompañará toda la vida?, o, definitivamente, ¿mi mente será superior a mi sentido común y terminaré, definitivamente, transformado en un monstruo? Ya son las 5:25 de la madrugada y la jaqueca no cede, todo lo contrario, se intensifica. Probablemente, producto de los medicamentes, o de la cefalea, comienzo a sentir náuseas que, en definitiva, me provocan vómitos. Tambaleándome, entro raudamente al baño. Al vomitar, veo y siento – entre náuseas, temblores y un sudor helado recorriéndome todo el cuerpo - que lo que ha salido de mi boca es solamente un líquido ácido con un sabor amargo (lo más probable es que sean los medicamentos), me enjugo el rostro varias veces, con una toalla lo que me permite despejar un poco mi mente y salgo, mis manos y piernas tiemblan tan fuerte que casi no las puedo controlar. Experimento un mareo como si hubiese sido producido por la resaca que se siente después de haber trasnochado, bebido y comido en exceso.
Mi esposa se levanta, advertida por mis quejidos de dolor, ¿necesitas ayuda? pregunta, no, todo está bien, respondo.

Pienso en mi juventud, en mi niñez, una niñez triste, con miedo, miedo que me acompaña hasta el día de hoy. Pero ¿miedo a qué? A todo; a la calle, a las personas, los perros, los ruidos. Ruidos de los automóviles, conversaciones de las personas que caminan por la calle y que yo las percibo como gritos que producen daño en mis oídos y me hacen temblar.
De niño tengo recuerdos tristes, siempre sentado a la puerta de mi hogar observando cómo otros niños juegan alegremente al fútbol en la plazuela que está frente a mi casa. En ciertos momentos sentía un deseo intenso de cruzar la calle e integrarme al grupo y jugar con ellos. Pero mi timidez, mi temor, mi miedo, mi angustia, me lo impedían. Y así transcurría mi vida (si a eso se le puede llamar vida).

Son las 8:15. Debo ir al supermercado a comprar algunos alimentos para el desayuno. Salgo de mi morada caminando con el rostro inclinado, mirando hacia abajo, como tratando de encontrar algún objeto extraviado. Percibo temor, pero más que nada, lo que más siento es vergüenza. Advierto que todos en la calle me observan, con aversión, quizá. Al pasar cerca de dos personas que vienen en sentido contrario escucho que algo comentan en voz baja, como para que yo no escuche lo que ellos hablan (probablemente se estén burlando de mi aspecto físico). Pareciera que han descubierto mi deformidad física, mi cuerpo anormal, asimétrico, mis manos con la forma de alguna bestia salvaje. Intento pasar inadvertido cuando me acerco a la pareja de personas. Al pasar cerca de ellos tiembla mi cuerpo entero, siento deseos de hundirme en el pavimento y desaparecer para siempre.

Entro al supermercado sin mirar a nadie, como tratando de pasar desapercibido. Recorro los diferentes pasillos que muestran sus mercaderías apiladas ordenadamente y procedo a realizar las compras. De vez en cuando observo con embozo el panorama, pero bajo inmediatamente la vista pues me doy cuenta que todos me observan. Tiemblo.

Ya, una vez obtenido todo lo que necesitaba, viene la tarea más difícil, pasar por caja y cancelar. Allí espero en una corta fila - había dos o tres personas que me antecedían -. A medida que me acerco a la caja comienzo a temblar, tirita todo mi cuerpo y en especial mis piernas y manos. Advierto en mi pecho un fuerte latido (aparentemente son los latidos de mi corazón). La palpitación que padezco es tan fuerte que me preocupa que la escuchen las personas que están en mí alrededor y no sólo las que están en mí alrededor sino también, todo el supermercado. Experimento la sensación de que todos están observándome, más me estremezco. La cajera pasa las mercaderías por su máquina registradora. Son tres mil quinientos pesos, me dice. Extraigo el dinero de mi bolsillo y al pasárselo mis manos se vuelven incontrolables producto del temblor. Lo único que deseo en ese momento es recibir mi vuelto, tomar mis cosas y largarme. Cuando comienzo a caminar hacia la salida del supermercado advierto que todos me observan; los funcionarios del supermercado como también los clientes. Incluso sin mirar hacia atrás tengo la sensación de que todos me escrutan con extrañeza y a la vez con conmiseración o, tal vez, con aversión.
Por fin ya fuera del supermercado me siento más recuperado, pero me viene un fuerte dolor de cabeza, al caminar por las extrañas calles – de regreso a mi hogar – observo perros, quienes se acercan amenazantes emitiendo ladridos y, a la vez, mostrando sus colmillos, de pronto me los imagino como lobos hambrientos que, por su instinto salvaje, pretenden devorarme, intento coger una piedra, pero éstos se acercan con más ira, afortunadamente personas que pasan cerca los espantan y logro deshacerme de ellos. Al llegar a mi casa, ingiero una tableta relajante, me recuesto en la cama y duermo.



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miércoles, 27 de febrero de 2013



El Secreto 
    

Hoy deseo contar un secreto,
No lo quiero ver publicado,
Decir que soy, para el resto,
Un discapacitado.

Hoy les quiero contar un secreto
Contarlo de forma tal,
Para que todos lo entiendan,
Sufro una enfermedad mental.

Hoy les quiero contar un secreto,
Y esto sí que me apremia,
Mi enfermedad mental se llama
Esquizofrenia.

Hoy les quiero contar un secreto,
Me hallo tan cansado y desesperado,
Que he decidido sacarlo,
Pues me encuentro desamparado.


Hoy les quiero contar un secreto,
Y viendo que por mi enfermedad hay tanto interés,
Les digo que va acompañada
De tristeza, depresión y stress.

Hoy les quiero contar un secreto,
Y lo que palpo en mi interior,
Es que las miradas del resto
Me hacen sentir inferior.

Hoy les quiero contar un secreto
Y no lo digo sonriendo
Pues lo que más me preocupa
Es sentir que me estoy muriendo.

Hoy les quiero contar un secreto,
Lo experimenté, caminando en el huerto,
Y es que casi toda la sociedad
Ya me considera muerto.

Hoy les quiero contar un secreto,
Como un imperativo superior,
Pues yo sé que en su interior
Ustedes se están riendo.

Hoy les quiero contar un secreto,
Pero como es tan grande la maldad,
De toda la sociedad,
Lo he pensado muy bien,
Y he llegado a la conclusión
De que la única solución
Es guardarlo en mi interior,
Y mejor no se lo cuento.


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El Examen Psicotècnico 
    


Hace ya bastante tiempo comencé los trámites con la finalidad de rendir examen con el fin de obtener mi Licencia de Conducir clase “B”. Primeramente, rendí el examen teórico el cual fue un mero trámite, pues me había estudiado la Ley de Tránsito y manejaba bien los conceptos como por ejemplo; a cuánta distancia de un grifo contra incendio se puede estacionar el vehículo, señalizar antes de doblar en una esquina, significado del signo Pare, los semáforos, las indicaciones de un policía que regula el paso en una esquina, etc. así es que sin problemas lo aprobé. Posteriormente en el examen práctico, que consistió en conducir mi vehículo por el sector céntrico de la ciudad, tampoco tuve problemas pues ya tenía una aceptable experiencia en conducción, respeté todas las señales de tránsito, es más advertía una sensación de satisfacción al ver que la persona que me evaluaba - la cual iba sentada a mi lado, en el asiento del copiloto - daba su aprobación tácita, de lo cual yo me percataba al observar de soslayo su rostro mientras conducía, también lo aprobé satisfactoriamente, en consecuencia me correspondía ahora el temible, para mí, examen sensométrico.

Fui citado, todavía lo recuerdo como si hubiese sido ayer, a las 16:00 horas en el Departamento de Tránsito de la municipalidad. Llegué media hora antes, pasé a la oficina principal, donde ya se encontraban bastantes personas, eso me incomodaba, esperando entrar a rendir dicho examen. Cada cierto tiempo llamaban a viva voz a los interesados, quienes pasaban a la sala, que estaba ubicada en el subterráneo, a rendir el examen sensométrico, bajaban la escalera tranquilos, relajados, como expectantes al tener la posibilidad de vivir una nueva experiencia en sus vidas. Después de rendir su examen, la mayoría salía con un rostro de satisfacción al haber aprobado el examen. Mientras otras salían felices probablemente debido a que, para ellos, era una experiencia nueva - como lo sería también para mí - y no habían tenido ningún problema en rendirlo con éxito. Escuché comentarios, mientras esperaba que llegara mi turno, tales como: “qué fácil estuvo el examen”, “me gustó, lo haría nuevamente”, “muy entretenido”, etc. Con cada llamado que realizaba el administrativo, iba aumento en mí la adrenalina, hasta que llegó la hora de la verdad.

De pronto escuché el nombre más temido para mí y mis emociones: ¡Seiken Keikopura!, yo, era mi nombre, era como si me encontrara en el Coliseo Romano y hubiese sido apuntado por el dedo neroniano, lo que en definitiva significaba entrar al ruedo con unas galerías abarrotadas de personas sedientas de carmesí, y esperar que levantaran las rejas de las jaulas con lo cual liberaban a los leones hambrientos, quienes me devorarían sin piedad.

Me levanté del asiento y comencé a caminar hacia la sala donde se realizaban las pruebas sensométricas. No sé si caminaba, volaba, o flotaba, pero sí sé que avanzaba en la dirección correcta. Por lo que recuerdo hoy día, probablemente bajé unas escaleras, no sé cómo, entré a una gran sala donde habían más personas esperando su turno, en ese momento lo que vi fue una sala grande, con asientos, personas, y las temibles máquinas amenazantes, que para mí se me aparecían como verdaderos monstruos de acero sonriendo siniestramente como diciendo “vas a fracasar”. Tembló mi cuerpo completo.

El hombre que me evaluaría tenía un aspecto desagradable, severo y demostraba además un gran desinterés, casi un desprecio, por mi persona. Primeramente me hizo tomar asiento frente a una máquina que consistía en un platillo que giraba sobre una base fija, ambas metálicas, las cuales tenían un orificio. El examen consistía en acertar con una especie de puntero, el cual llevaba un sensor en el extremo inferior, al orificio del platillo superior giratorio y al orificio de la base en el momento en que ambos coincidían. Producto de la tensión mi sistema nervioso comenzó a alterarse, aumentó la adrenalina y comenzaron las jaquecas y temblores en mis extremidades. Cada vez que realizaba los intentos sonaba una alarma, era un pitito que indicaba que había fallado. A raíz de estos intentos fallidos, creo que acerté en uno, mi organismo comenzaba a mostrar indicios de desorganización, lo que en Teoría de Sistemas se conoce como entropía. Fracasado este examen, pasé a la etapa siguiente.

La siguiente etapa, en general, era de características similares a la anterior. Consistía en avanzar por un laberinto (no me agrada esta palabra, pues en un laberinto sin salida se ha convertido mi mente) con una especie de tijera grande, similares a las tijeras de cortar pasto, que tenía la característica de ser flexible y un sensor en un extremo que era el que debía hacer avanzar por las líneas demarcadas de dicho laberinto. Demás está decir que, producto de la tensión, la cual iba en aumento, se escuchaban pitos que la alarma emitía prácticamente en forma constante. En ese momento fue cuando comencé a escuchar las primeras risas. En definitiva, esta etapa del examen fue un completo fracaso.

La tercera y última parte del examen, que yo consideraba la más fácil y entretenida se transformó en una de las peores pesadillas que jamás haya vivido. Consistía en un asiento, dos pedales; acelerador y freno y frente a mí, a la altura de mi rostro, una especie de caja que solamente tenía una pequeña ampolleta. En el fondo era como estar en un vehículo pero sin volante ni pedal de embrague.

Comenzó el examen o, más bien dicho, mi calvario, la prueba consistía en mantener mi pie en el acelerador permanentemente y cuando encendiera la luz roja de la cajita que tenía frente a mí, sacar mi pie del acelerador y presionar el pedal de freno rápidamente y volver al pedal antes mencionado. Por alguna razón, quizá con intención, el pedal del acelerador estaba suelto, es decir, la cubierta metálica del pedal no estaba firme. Debido a que mis piernas temblaban, el ruido metálico del pedal del acelerador se escuchaba en toda la sala.

Quizá con la finalidad de presionarme, el examinador me gritaba que me calmara. Fue en ese momento que comencé a escuchar risas más fuertes que ya se me antojaban carcajadas. Las risas que yo percibía las oía a mis espaldas, eran las carcajadas irónicas de un hombre que estaba, probablemente, esperando su turno junto a otras personas, sentado en una butaca. El examen continuaba y el examinador ya me gritaba ¡qué le pasa!, ¡Usted es alcohólico! Mientras tanto seguía encendiéndose la luz roja que estaba frente a mi rostro y yo tratando de pisar el pedal del freno, mi pie en el acelerador seguía temblando, el pedal continuaba sonando como si fuesen castañuelas, las carcajadas del hombre las escuchaba con más fuerza en mis oídos, el examinador que me gritaba algunas frases que para mí eran ininteligibles en ese momento, frases como; !apúrese!, !está mal!, !es alcohólico!, "está fracasando en su examen!, en la confusión seguía escuchando las risas del hombre, sentía mareos, ruidos en mi cerebro, náuseas y punzadas en mi cabeza.

Ya en el clímax de la confusión me volteé con la finalidad de gritarle una grosería al hombre de las carcajadas o, por lo menos, decirle que se callara, o, por último, ver quién era el que se reía. Y ocurrió lo impensable, no había ningún hombre, no existían las sillas y butacas que yo aseguraba que allí había, no habían personas esperando ser atendidas- las personas que esperaban el examen estaban arriba, es decir en el primer piso - absolutamente nada. En ese momento llegué a la conclusión de que mi mente me estaba jugando una mala pasada. Ni siquiera la pared era como yo la imaginaba. Sólo era una sala pequeña, donde estaban las máquinas para el examen, el examinador y yo.

Creo que lo último que me dijo el examinador era que tenía que volver a presentarme al examen con un certificado médico que acreditara, entre otras cosas, que yo no era alcohólico. Qué humillado me sentía en ese momento, no sólo por haber fracasado en el examen, sino que también porque debía acreditar que no era alcohólico, siendo que jamás lo he sido.

Salí del subterráneo, subí las escaleras, no sé cómo, pero la subí. Avancé con la cabeza inclinada entre las personas que estaban en la sala de espera – como tratando de que ellos no percibieran mi estado caótico - percibí que todos me observaban, hasta risas en voz baja escuché, en el momento en que pasaba delante de las personas que esperaban, percibía con verguenza y, a la vez ira, que se reían de mí al haber escuchado el ruido metálico del pedal del acelerador provocado por mis temblores y los gritos del hombre encargado de examinarme, aún seguía escuchando los gritos del examinador acompañados con fuertes explosiones en mi oído, al fin pude salir de la oficina y llegar a la calle. Subí a un taxi colectivo pues mi casa está bastante lejos del centro, pero cuando ya había avanzado unas cinco cuadras mi estómago se descompuso totalmente producto de los nervios y la jaqueca. Bajé del colectivo rápidamente – con la finalidad de no ensuciar, con mis vómitos el vehículo, con náuseas entré a un callejón estrecho y vomité, vomité y vomité, era solamente un líquido ácido. Sentí que se me doblaban las piernas y ahí caí, sobre mi vómito. No sé cuánto tiempo después desperté con unos puntapiés que me daba un hombre joven quien iba acompañado por su pareja. Con sus pies el hombre me volteó hacia arriba, como si estuviera tratando de ver el rostro de un perro muerto tirado en la calle. Creo que comentaron que yo estaba borracho o algo así. Me dejaron ahí y se marcharon de la mano prosiguiendo con su romance.
No sé cómo - me parece que caminé interminables cuadras tambaleándome por las calles - llegué a mi casa, estaba mi esposa quien me manifestó que venía pálido y que tomara asiento, me preparó una infusión de manzanilla, me preguntó qué me había sucedido, pero no le contesté. Siempre me guardo los problemas pues temo que ella los pueda usar potencialmente en mi contra cuando ocurran los desencuentros entre ambos. 


 



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Saqué de mi velador un diazepam y me dormí.