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miércoles, 15 de junio de 2011

El orate (Capítulo IV)



El orate (Capítulo IV) 

        Uno de los vigilantes sacó un llavero de su cintura y me retiró las esposas de las manos, ya cuando se inclinaba a quitarme las de los pies, se levantó y le murmuró – a mí me dio la impresión que le musitó – a los oídos algunas palabras a su colega, yo supuse que le estaba advirtiendo de mi peligrosidad. Una vez liberado de manos y pies, abrieron la puerta del tribunal y me dejaron en la entrada, rodeado ahora por policías - . Observé el panorama, la sala estaba atestada de gente, se percibía un calor insoportable dentro de ella, todos con la vista fija en mí; el “delincuente”, el “asesino” y otros apelativos que los medios se habían encargado de enquistar en la ciudadanía. Reparé que las miradas que me dirigían los espectadores eran de furia, de cólera. Deseaba, en ese momento, que el piso del tribunal se agrietara bajo mis pies y dejase una fosa profunda donde caer y quedar sepultado por la tierra y la madera. Me hicieron avanzar por los pasillos del tribunal hasta llegar a un asiento, el cual se ubicaba a uno de los costados donde se encontraban el juez y sus adláteres. A mi lado se encontraba Roberto González, mi abogado defensor, quien me observó con una sonrisa y me dio una palmada en la espalda. 

        Ya sentado, comencé a padecer los síntomas de siempre, obviamente producto del stress, pero – esta vez – se sumaron otros que no había sentido desde hacía ya bastante tiempo. De pronto comenzaron a pasar veloces figuras ante mis ojos, eran como las sombras de un animal que yo las imaginaba como de gatos. Y, agregado a esto, los fuertes estallidos - como producidos por un arma de fuego – en mis oídos. Como siempre, estos balazos los escuchaba dentro de mis oídos y tenía la certeza de que éstos no provenían del exterior. Me pregunté, en ese momento, por la razón de estos síntomas, no podía explicármelos racionalmente, máxime cuando hacía pocos instantes mi estado mental era de euforia, euforia que había sido producida por los medicamentos que me había inyectado el doctor en el manicomio (no me gustan los eufemismos). Llegué a pensar que un microbio, controlado, quizá mentalmente, por el psiquiatra, había entrado a mi organismo y avanzaba por mi sistema circulatorio; venas, arterias y corazón hasta llegar a mi cerebro y en un proceso de selección devoraba todos los medicamentos que me había administrado el médico, logrando con eso dejarme a la intemperie, es decir en mi estado normal; psicosis, paranoia y esquizofrenia. 

        De pronto un martillazo en la testera me hizo saltar. ¡Silencio en la corte! ¡Que se ponga de pie el acusado! Con las piernas temblando me levanté con esfuerzo. Una mujer comenzó a leer en voz alta un extenso texto que, en resumen, explicaban las razones de la situación que me tenía en esos tribunales. Posteriormente, uno de los hombres que se ubicaban a un costado del juez, inquirió mis datos personales; preguntó por mi nombre, apellido, estado civil y estudios realizados, a los cuales yo respondí correctamente. 

        Seguidamente, le pidió a un abogado que comenzara el interrogatorio. Se levantó el fiscal, se acercó a mí, a una distancia prudente y comenzó a efectuar una semblanza de mi persona. ¡Este hombre que ustedes pueden ver sentado aquí, es un asesino, quien, cobarde y alevosamente atacó a una persona con un puñal produciéndole la muerte! ¡Pero, no se engañen, este hombre, de aspecto tímido y con rostro de persona agradable, sacó su máscara y actuó sin piedad en contra de su víctima destruyendo, no sólo la vida de una persona, sino también la de su familia y de toda la sociedad! 

        Advertía un odio que, creo que jamás había sentido en mi vida, observaba a la víbora mientras continuaba con su perorata. A esas alturas contemplaba estupefacto que de su boca no salían palabras sino veneno. Continuó, no sé por cuánto tiempo el lebrel emitiendo calificativos ponzoñosos en mi contra. Mientras tanto observaba que su rostro tomaba diferentes aspectos, los cuales provocaban en mí una gran angustia. Tenía en su labio superior una pequeña cicatriz en forma longitudinal con respecto a su cuerpo, producto quizá de alguna operación. Era tanta mi ira, que me concentré en su estigma, fijé mis ojos directamente a ella. El fiscal comenzó a interrogarme. 

- ¿Fue usted el día 24 de julio del año 2010 al Centro de salud mental? 

- Sí, contesté, pero no puedo recordar la fecha exacta. 

- ¡Conteste Sí o No! Respondió rojo de rabia. 

- No puedo afirmarlo ni negarlo, pues realmente no sé la fecha con precisión. 

- Bien, dijo entonces, le preguntaré de otra forma. 

- ¿En qué fecha, aproximadamente, fue usted al Centro de Salud? 

- Fue en el mes de julio, pero no recuerdo la fecha exacta. 

- ¿En la tarde o en la mañana? 

- No lo recuerdo, respondí. 

- ¿Qué personas había en el instante en que llegó usted a ese consultorio? 

- Creo que se encontraba la secretaria, un paramédico y un guardia de seguridad. 

- ¿No había ninguna otra persona? 

- No lo sé, señor. Pues para eso hubiese tenido que revisar todos los box y oficinas de ese centro. 

- Bien, contestó. 

        El fiscal, después de ponerse unos guantes de látex, se acercó a una mesa y, con delicadeza, tomó una bolsa plástica transparente rotulada, creo que decía “evidencia”, la abrió con sumo cuidado. Al extraerla pude ver que era un puñal, que más que puñal tenía aspecto de Katana. Interiormente pensaba “estos sí que están enfermos, jamás en mi vida había visto, ni menos portado tamaña arma y si alguna vez la hubiese tomado, con mis propias manos, lo más probable es que hubiese temblado completamente”. De pronto la levantó – en ese momento escuché exclamaciones de las personas que observaban el juicio – la levantó, la puso en forma vertical, posteriormente en forma horizontal, pude observar su elevación, planta y perfil. De pronto, cómo en un estallido de ira, me miró fijamente y me preguntó: 

- ¿Qué es esto? 

Recordé, en ese momento, al filósofo y matemático francés René Descartes (1596 – 1650), quién en su obra “El discurso del método “, planteaba la “duda”, basado en que muchas veces somos engañados por los sentidos, por lo tanto estamos expuestos a caer en el error. En consecuencia el resultado de la duda es “Pienso, luego existo” sentencia que proviene del latín “Cogito Ergo Sum”. Tal vez por la rabia que percibía en mi interior - como si toda la ira del mundo se hubiese concentrado en el fiscal - Y, por otro lado, el malestar provocado por el hecho de estar ante una multitud a lo cual no estaba acostumbrado, sin pensarlo y, quizá con el ánimo de dejar en ridículo al fiscal, respondí: 

- ¡Una cuchara! 

        Se escuchó una estrepitosa carcajada en el auditorio, la cual fue acallada inmediatamente por un fuerte golpe sobre la mesa provocado por el anciano Juez. Observé la reacción del terrible galgo, había quedado como en transe, con sus ojos salidos de sus órbitas y con el rostro totalmente enrojecido, incluso abarcando sus orejas, en las cuales más se destacaba su roja furia. Ya sin tener a qué recurrir en ese momento, quedó en silencio por un breve tiempo y expresó: 

- Vuelvo a realizar la pregunta, ¿Qué ve usted en mis manos? 

- Una cuchara, respondí nuevamente. Esta vez todo silencio. Creándose una atmósfera de expectación en el público. Mientras el fiscal me observaba con una mezcla de incredulidad e ira, manifesté. 

- Cogito Ergo Sum.

Todos s e miraban con una expresión que reflejaba no entender o, probablemente, pensaban éste está totalmente loco. 

        Seguido a mi afirmación les expresé, quizá con el ánimo de provocar a todo el tribunal, lo siguiente: La justicia es tuerta, un ojo bien abierto con los débiles, los pobres y desamparados, y el otro bien cerrado, sellado, lacrado con los ricos y poderosos. 

        Se produjo un silencio en el auditórium. Quizá eso provocó en mí una nueva reacción, un delirio, lo que en la jerga psiquiátrica se denomina psicosis. Comencé a ver y escuchar moscas, me parece que eran moscos azules. Observaba aterrado, entre fuertes dolores de cabeza y estallidos en mis oídos, cómo la sala se plagaba de esos insectos, cubrí mis oídos con mis manos con la finalidad de no escuchar el ensordecedor zumbido que me hacía enloquecer. Recuerdo que le grité a mi abogado defensor ¡las moscas!, ¡las moscas! El abogado defensor se puso de pie rápidamente, se acercó a la mesa del juez y le habló algo que yo no entendí, no estoy seguro, pero creo que fue así. Alcancé escuchar unos movimientos rápidos en la sala y, hasta ahí es lo que recuerdo. Lo más probable es que haya perdido la consciencia. 

        Desperté nuevamente en el manicomio, con una aguja insertada en la muñeca de mi mano derecha y unos aparatos entregándome oxígeno. Ya me sentía mejor, cuando pasó el doctor haciendo su visita. Ya estás recuperado, me manifestó. ¿Qué paso con mi abogado?, le inquirí. Mañana vendrá a conversar con usted nuevamente, me respondió. Al día siguiente – después de una noche tranquila – me pusieron nuevamente ante mi abogado defensor. 

- ¿Cómo se siente? 

- Bien, respondí. 

        Llegué a la convicción de que mi abogado defensor estaba coludido con el psiquiatra y el fiscal con la finalidad de que me condenaran injustamente. La razón no la sabía, pero estaba seguro de que había una connivencia entre ellos. Más aún cuando recordaba que mi abogado defensor jamás abrió la boca mientras me enjuiciaban ni siquiera para decir “protesto su señoría”, como había visto en los procesos por televisión. 

De pronto exclamé con un grito eufórico: 

¡El disulfiramo!

Continuará........
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miércoles, 8 de junio de 2011

El orate (Capítulo (III)




El orate (Capítulo III) 

          Entré en un estado de stress generalizado, el doctor y el paramédico se levantaron rápidamente de sus respectivos asientos y me tomaron los signos vitales, es decir; pulso, latidos cardíacos, presión arterial. Posteriormente me trasladaron en una camilla rápidamente y me inyectaron. Sentí un profundo sueño y me dormí. Desperté no sé después de cuánto tiempo. Tenía inyectada una aguja en mi brazo la cual se conectaba a su vez a un mecanismo que, entre otras cosas, llevaba colgada una bolsa con suero, el cual llegaba a mis venas por medio de unos tubos plásticos. En mis fosas nasales entraba un tubo por cada una de ella, las cuales – probablemente - me entregaban oxígeno. De a poco comencé nuevamente a recordar la pesadilla, me brotaron desesperadamente unos terribles deseos de gritar pidiendo la presencia del abogado, pero no me salía la voz, era como una pesadilla. Al cabo de un rato, me volvieron a inyectar y, por ende, volví a quedarme dormido. 

          No sé cuánto tiempo pasaría pero ya percibía un mejor ánimo en mi estado general y mental, incluso, diría yo, un poco de felicidad, cosa que no había vivido desde hace muchos años. El psiquiatra me visitó en mi lecho de enfermo y me comentó que estaba en excelentes condiciones. Era como si hubiese consumido alguna droga ilícita, ya sea marihuana hachís, peyote, cocaína, pasta base – drogas que nunca he utilizado – pero por lo que he leído y visto en televisión y cine, producen – supuestamente – las sensaciones extremadamente eufóricas en que me encontraba en ese momento. De pronto recordé que existen medicamentos que administran a enfermos terminales con la finalidad de aliviar el dolor, los cuales sé que son a base de opio. Probablemente ese medicamento me hubiese aplicado el doctor. ¿Condiciones para qué?, pregunté rápidamente. Me explicó que tendría que darme valor ya que el abogado necesitaba nuevamente conversar conmigo, por mi “caso”. Estaba ansioso por conversar con él, pues tenía la certeza de que yo no había asesinado a la doctora, incluso no tengo antecedentes penales que pudieran, potencialmente, ser utilizados en mi contra. 

          Por fin llegó el abogado. La misma situación anterior – un Deja Vu – el doctor y el paramédico sentados a mi lado, a uno de los lados una bandeja metálica, las cuales contenían instrumentos médicos como jeringas, termómetros, oftalmoscopios y otros aparatos más, que en ese momento no pude identificar, pues en ese preciso instante golpearon la puerta de la clínica, era el abogado. Saludó, dejó su maletín sobre la mesa y se dirigió a mí. 

- Necesito que continuemos hablando del 
  caso, me dijo. Extrajo unos documentos 
  de su  maletín, los puso frente mí y me 
  dijo:  lea. Todos eran recortes de 
  diversos  diarios que hablaban del caso. 
  Al  leerlos, con más detenimiento, descubrí 
  que  el hecho había provocado una 
  conmoción  nacional. Por otro lado pude 
  sacar por conclusión que todos los 
  artículos  periodísticos me 
  condenaban. Algunos  diarios 
  titulaban “Psicópata asesinó a la
  doctora”,  “Asesino mató sin piedad a 
  la doctora”, “Indignación nacional por 
  alevoso asesinato de psiquiatra en 
  consultorio de salud mental, supuestamente 
  el asesino está en tratamiento en un 
  hospital  psiquiátrico”, “El país exige 
  justicia”, etcétera. 

- Cuál es su opinión, me preguntó. 

- Por lo que pude leer, existe una 
  gran  desinformación en la “información” 
  que usted me muestra, por lo demás 
  son opiniones periodísticas que no 
  tienen  relevancia legal, los procesos 
  se ventilan en los tribunales y no en la 
  prensa  sensacionalista, 
  respondí  tranquilamente. 

- Pero usted asesinó a la psiquiatra espetó. 

- No he conocido ningún caso, por lo 
  menos hasta el momento, en que una 
  persona fallezca a raíz de un puntapié en 
  su canilla, contesté. 

- Bien, dijo el abogado, yo fui contratado 
  para defenderlo y, por lo tanto, quiero 
  que hablemos con sinceridad, pues es la 
  única forma de que pueda llevar su causa 
  a buen término. Por otro lado, dijo, tiene 
  que confiar plenamente en mí y eso 
  significa que debe contarme los más 
  mínimos  detalles. Primeramente le 
  preguntaré  algo directamente, ¿mató usted 
  a la doctora? 

- No, respondí rápidamente – con la certeza 
  del que está diciendo la verdad. 

- Todas las pruebas que existen, hasta 
  el momento, apuntan a usted. 

- Si sus pruebas son las noticias y los 
  reportajes que aparecen en los diarios 
  y televisión – como veo que usted lo 
  está haciendo – es obvio que usted llegue a 
  esa conclusión. 

- ¡No se trata de eso!, respondió mi 
  abogado alterado, rojo de ira. ¡Las pruebas 
  de las cuales yo le hablo están todas en 
  la justicia y en las manos de la fiscalía! 
  El  doctor lo llevó a otra sala, conversaron 
  un momento – supuestamente – y cuando 
  volvió se había borrado de su rostro 
  esa expresión de indignación. Incluso 
  lo encontré más sonriente y relajado. 

- Continuemos, dijo. - La doctora falleció de 
  una puñalada que usted le propinó en el 
  pecho con un facón. 

- ¿Por qué dice “que usted le propinó”? 

- Porque todas las pistas apuntan a que usted 
  fue quién la asesinó, además hay testigos. 

- Usted me pidió que dijera la verdad. Bien, 
  le diré la verdad “YO NO LA A-SE-SI-NÉ”. Y 
  en cuanto a los testigos, eso lo veremos, 
  pues  se podrá percatar usted que 
  se derrumbarán, como castillo de naipes, 
  todos los argumentos de la fiscalía. 

- Bien – dijo satisfecho – el lunes nos vemos a 
  las 9:00 horas en la Corte. 

- Ningún problema, repliqué serenamente. 

          Volví nuevamente a mi cama, me recosté relajado y tranquilo después de la conversación con mi abogado. Comencé a recorrer mentalmente todo lo sucedido. En lo que quedé pensando fue en la conversación entre el psiquiatra y mi abogado. Comenzó a pasar por mi mente la idea de un complot o, probablemente, en una confabulación entre el doctor, mi abogado defensor, la fiscalía y quien sabe quien más con la finalidad de encubrir al real asesino de la doctora. Estaba totalmente convencido de que yo no había sido la persona que cometió aquel vil y cobarde acto. Jamás lo he hecho ni lo haré. 

          Por otro lado, recordé que se habían realizado procesos contra unas personas (indianos, mapuche), los cuales habían atacado - a balazos - en una carretera, a una comitiva, en la cual trasladaban a un fiscal quien se encontraba investigando la quema de maquinaria y algunos galpones de una empresa que se había instalado en territorios que pertenecían ancestralmente a éstos. Esta empresa se dedica a talar árboles milenarios en sus terrenos los que seguidamente utilizan para elaborar madera que posteriormente la venden a las empresas constructoras. Ni el fiscal ni miembros de la comitiva fueron heridos en el ataque. La ira que originó en los indígenas contra el fiscal se originó a raíz de que éste ordenaba hacer verdaderas razzias en los asentamientos mapuche, utilizando para esto a la policía e investigaciones (policías de civil) quienes, sin piedad entraban a sus casas, sin respetar a ancianos y niños, destruyendo lo poco y nada que tienen, como si por ahí hubiese pasado un tornado – todo ello, por supuesto – aprovechando la noche con el fin de encontrar a los presuntos “extremistas”. 

          Detuvieron a los “presuntos” extremistas a los cuales llevaron a juicio. El proceso que se les siguió – fue un verdadero proceso kafkiano – pues para acusarlos - los fiscales utilizaron “testigos sin rostro”, es decir estos testigos entraban encapuchados al tribunal, los ubicaban detrás de un biombo para no ser vistos por los procesados y, a las preguntas de los fiscales, estos respondían con la voz distorsionada por los micrófonos que ya tenían predispuestos. Entonces me pregunto; ¿no serían estos “testigos sin rostro” un fiscal, el presidente de la Corte Suprema y de Apelaciones o, probablemente los generales de las cuatro ramas de las fuerzas armadas? Por esa razón hoy en día los acusados están en huelga de hambre con la finalidad de presionar a la justicia de que se realice un nuevo juicio, pero un verdadero juicio. Los presuntos extremistas fueron condenados a veinticinco o treinta años. Y conste que no hubo ninguna persona fallecida. 

          Llegó el día lunes, fecha en la cual estaba prevista la audiencia donde se vería mi caso. Por la mañana temprano comenzaron los preparativos. Hubo llamadas telefónicas y comunicaciones por radio, pero yo no alcancé a desentrañar de qué se trataban, aunque lo sospechaba. Cerca de las 08:00 horas de la mañana, entraron cuatro gendarmes quienes me esposaron de pies y manos. Primera vez en mi vida que me vía en tal situación. Me sacaron del hospital psiquiátrico y me subieron a un carro celular, escoltado no solamente por los gendarmes, sino también por la policía quienes se movilizaban en sus vehículos. 

          Comenzó el avance por la ciudad con gran bullicio, debido a que los autos policiales hacían sonar sus sirenas. Después de un largo rato los vehículos se detuvieron – al parecer habían llegado a los tribunales – conste que yo no tenía visión a raíz de que el vehículo era completamente hermético. Pude darme cuenta que el conductor de la camioneta que me trasladaba comenzó a hacer maniobras con el vehículo quizá para prepararse para mi descenso y así poder entrar al palacio de justicia. Mientras se estaba deteniendo y hacía maniobras escuchaba golpes y piedrazos los cuales impactaban en el vehículo que me trasladaba. Pude percibir gritos de la multitud que se había apostado a la entrada. Escuché que gritaban a viva voz ¡asesino!, ¡psicópata!, ¡loco!, ¡cobarde!, ¡mátenlo!, ¡enciérrenlo de por vida!, ¡cadena perpetua! y otros calificativas que yo no alcanzaba a entender. 

          Abrieron la puerta del carro celular, había una multitud, la cual se agolpó sobre mí, pero afortunadamente fueron controlados por la policía. Aún así continuaban vociferando, incluso me llegaron algunos escupos en el rostro. Un periodista logró romper el cordón policial y, cuando avanzando hacia los tribunales – lentamente debido a que me llevaban esposado de pies y manos y con un gendarme a cada lado, los cuales me llevaban del brazo, y no precisamente como muestra de cariño, me preguntó: ¿usted mató a la doctora? le alcancé a contestar, de pasada: “No hablo con periodistas de esta prensa infame”. Entré por fin al temible tribunal, los gendarmes se detuvieron en un pasillo a la entrada de una puerta de la audiencia a esperar la llamada. Después de un largo tiempo, escuche que decían: 

¡Que pase el acusado! 

Continuará……..
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