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miércoles, 15 de junio de 2011

El orate (Capítulo IV)



El orate (Capítulo IV) 

        Uno de los vigilantes sacó un llavero de su cintura y me retiró las esposas de las manos, ya cuando se inclinaba a quitarme las de los pies, se levantó y le murmuró – a mí me dio la impresión que le musitó – a los oídos algunas palabras a su colega, yo supuse que le estaba advirtiendo de mi peligrosidad. Una vez liberado de manos y pies, abrieron la puerta del tribunal y me dejaron en la entrada, rodeado ahora por policías - . Observé el panorama, la sala estaba atestada de gente, se percibía un calor insoportable dentro de ella, todos con la vista fija en mí; el “delincuente”, el “asesino” y otros apelativos que los medios se habían encargado de enquistar en la ciudadanía. Reparé que las miradas que me dirigían los espectadores eran de furia, de cólera. Deseaba, en ese momento, que el piso del tribunal se agrietara bajo mis pies y dejase una fosa profunda donde caer y quedar sepultado por la tierra y la madera. Me hicieron avanzar por los pasillos del tribunal hasta llegar a un asiento, el cual se ubicaba a uno de los costados donde se encontraban el juez y sus adláteres. A mi lado se encontraba Roberto González, mi abogado defensor, quien me observó con una sonrisa y me dio una palmada en la espalda. 

        Ya sentado, comencé a padecer los síntomas de siempre, obviamente producto del stress, pero – esta vez – se sumaron otros que no había sentido desde hacía ya bastante tiempo. De pronto comenzaron a pasar veloces figuras ante mis ojos, eran como las sombras de un animal que yo las imaginaba como de gatos. Y, agregado a esto, los fuertes estallidos - como producidos por un arma de fuego – en mis oídos. Como siempre, estos balazos los escuchaba dentro de mis oídos y tenía la certeza de que éstos no provenían del exterior. Me pregunté, en ese momento, por la razón de estos síntomas, no podía explicármelos racionalmente, máxime cuando hacía pocos instantes mi estado mental era de euforia, euforia que había sido producida por los medicamentos que me había inyectado el doctor en el manicomio (no me gustan los eufemismos). Llegué a pensar que un microbio, controlado, quizá mentalmente, por el psiquiatra, había entrado a mi organismo y avanzaba por mi sistema circulatorio; venas, arterias y corazón hasta llegar a mi cerebro y en un proceso de selección devoraba todos los medicamentos que me había administrado el médico, logrando con eso dejarme a la intemperie, es decir en mi estado normal; psicosis, paranoia y esquizofrenia. 

        De pronto un martillazo en la testera me hizo saltar. ¡Silencio en la corte! ¡Que se ponga de pie el acusado! Con las piernas temblando me levanté con esfuerzo. Una mujer comenzó a leer en voz alta un extenso texto que, en resumen, explicaban las razones de la situación que me tenía en esos tribunales. Posteriormente, uno de los hombres que se ubicaban a un costado del juez, inquirió mis datos personales; preguntó por mi nombre, apellido, estado civil y estudios realizados, a los cuales yo respondí correctamente. 

        Seguidamente, le pidió a un abogado que comenzara el interrogatorio. Se levantó el fiscal, se acercó a mí, a una distancia prudente y comenzó a efectuar una semblanza de mi persona. ¡Este hombre que ustedes pueden ver sentado aquí, es un asesino, quien, cobarde y alevosamente atacó a una persona con un puñal produciéndole la muerte! ¡Pero, no se engañen, este hombre, de aspecto tímido y con rostro de persona agradable, sacó su máscara y actuó sin piedad en contra de su víctima destruyendo, no sólo la vida de una persona, sino también la de su familia y de toda la sociedad! 

        Advertía un odio que, creo que jamás había sentido en mi vida, observaba a la víbora mientras continuaba con su perorata. A esas alturas contemplaba estupefacto que de su boca no salían palabras sino veneno. Continuó, no sé por cuánto tiempo el lebrel emitiendo calificativos ponzoñosos en mi contra. Mientras tanto observaba que su rostro tomaba diferentes aspectos, los cuales provocaban en mí una gran angustia. Tenía en su labio superior una pequeña cicatriz en forma longitudinal con respecto a su cuerpo, producto quizá de alguna operación. Era tanta mi ira, que me concentré en su estigma, fijé mis ojos directamente a ella. El fiscal comenzó a interrogarme. 

- ¿Fue usted el día 24 de julio del año 2010 al Centro de salud mental? 

- Sí, contesté, pero no puedo recordar la fecha exacta. 

- ¡Conteste Sí o No! Respondió rojo de rabia. 

- No puedo afirmarlo ni negarlo, pues realmente no sé la fecha con precisión. 

- Bien, dijo entonces, le preguntaré de otra forma. 

- ¿En qué fecha, aproximadamente, fue usted al Centro de Salud? 

- Fue en el mes de julio, pero no recuerdo la fecha exacta. 

- ¿En la tarde o en la mañana? 

- No lo recuerdo, respondí. 

- ¿Qué personas había en el instante en que llegó usted a ese consultorio? 

- Creo que se encontraba la secretaria, un paramédico y un guardia de seguridad. 

- ¿No había ninguna otra persona? 

- No lo sé, señor. Pues para eso hubiese tenido que revisar todos los box y oficinas de ese centro. 

- Bien, contestó. 

        El fiscal, después de ponerse unos guantes de látex, se acercó a una mesa y, con delicadeza, tomó una bolsa plástica transparente rotulada, creo que decía “evidencia”, la abrió con sumo cuidado. Al extraerla pude ver que era un puñal, que más que puñal tenía aspecto de Katana. Interiormente pensaba “estos sí que están enfermos, jamás en mi vida había visto, ni menos portado tamaña arma y si alguna vez la hubiese tomado, con mis propias manos, lo más probable es que hubiese temblado completamente”. De pronto la levantó – en ese momento escuché exclamaciones de las personas que observaban el juicio – la levantó, la puso en forma vertical, posteriormente en forma horizontal, pude observar su elevación, planta y perfil. De pronto, cómo en un estallido de ira, me miró fijamente y me preguntó: 

- ¿Qué es esto? 

Recordé, en ese momento, al filósofo y matemático francés René Descartes (1596 – 1650), quién en su obra “El discurso del método “, planteaba la “duda”, basado en que muchas veces somos engañados por los sentidos, por lo tanto estamos expuestos a caer en el error. En consecuencia el resultado de la duda es “Pienso, luego existo” sentencia que proviene del latín “Cogito Ergo Sum”. Tal vez por la rabia que percibía en mi interior - como si toda la ira del mundo se hubiese concentrado en el fiscal - Y, por otro lado, el malestar provocado por el hecho de estar ante una multitud a lo cual no estaba acostumbrado, sin pensarlo y, quizá con el ánimo de dejar en ridículo al fiscal, respondí: 

- ¡Una cuchara! 

        Se escuchó una estrepitosa carcajada en el auditorio, la cual fue acallada inmediatamente por un fuerte golpe sobre la mesa provocado por el anciano Juez. Observé la reacción del terrible galgo, había quedado como en transe, con sus ojos salidos de sus órbitas y con el rostro totalmente enrojecido, incluso abarcando sus orejas, en las cuales más se destacaba su roja furia. Ya sin tener a qué recurrir en ese momento, quedó en silencio por un breve tiempo y expresó: 

- Vuelvo a realizar la pregunta, ¿Qué ve usted en mis manos? 

- Una cuchara, respondí nuevamente. Esta vez todo silencio. Creándose una atmósfera de expectación en el público. Mientras el fiscal me observaba con una mezcla de incredulidad e ira, manifesté. 

- Cogito Ergo Sum.

Todos s e miraban con una expresión que reflejaba no entender o, probablemente, pensaban éste está totalmente loco. 

        Seguido a mi afirmación les expresé, quizá con el ánimo de provocar a todo el tribunal, lo siguiente: La justicia es tuerta, un ojo bien abierto con los débiles, los pobres y desamparados, y el otro bien cerrado, sellado, lacrado con los ricos y poderosos. 

        Se produjo un silencio en el auditórium. Quizá eso provocó en mí una nueva reacción, un delirio, lo que en la jerga psiquiátrica se denomina psicosis. Comencé a ver y escuchar moscas, me parece que eran moscos azules. Observaba aterrado, entre fuertes dolores de cabeza y estallidos en mis oídos, cómo la sala se plagaba de esos insectos, cubrí mis oídos con mis manos con la finalidad de no escuchar el ensordecedor zumbido que me hacía enloquecer. Recuerdo que le grité a mi abogado defensor ¡las moscas!, ¡las moscas! El abogado defensor se puso de pie rápidamente, se acercó a la mesa del juez y le habló algo que yo no entendí, no estoy seguro, pero creo que fue así. Alcancé escuchar unos movimientos rápidos en la sala y, hasta ahí es lo que recuerdo. Lo más probable es que haya perdido la consciencia. 

        Desperté nuevamente en el manicomio, con una aguja insertada en la muñeca de mi mano derecha y unos aparatos entregándome oxígeno. Ya me sentía mejor, cuando pasó el doctor haciendo su visita. Ya estás recuperado, me manifestó. ¿Qué paso con mi abogado?, le inquirí. Mañana vendrá a conversar con usted nuevamente, me respondió. Al día siguiente – después de una noche tranquila – me pusieron nuevamente ante mi abogado defensor. 

- ¿Cómo se siente? 

- Bien, respondí. 

        Llegué a la convicción de que mi abogado defensor estaba coludido con el psiquiatra y el fiscal con la finalidad de que me condenaran injustamente. La razón no la sabía, pero estaba seguro de que había una connivencia entre ellos. Más aún cuando recordaba que mi abogado defensor jamás abrió la boca mientras me enjuiciaban ni siquiera para decir “protesto su señoría”, como había visto en los procesos por televisión. 

De pronto exclamé con un grito eufórico: 

¡El disulfiramo!

Continuará........
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miércoles, 8 de junio de 2011

El orate (Capítulo (III)




El orate (Capítulo III) 

          Entré en un estado de stress generalizado, el doctor y el paramédico se levantaron rápidamente de sus respectivos asientos y me tomaron los signos vitales, es decir; pulso, latidos cardíacos, presión arterial. Posteriormente me trasladaron en una camilla rápidamente y me inyectaron. Sentí un profundo sueño y me dormí. Desperté no sé después de cuánto tiempo. Tenía inyectada una aguja en mi brazo la cual se conectaba a su vez a un mecanismo que, entre otras cosas, llevaba colgada una bolsa con suero, el cual llegaba a mis venas por medio de unos tubos plásticos. En mis fosas nasales entraba un tubo por cada una de ella, las cuales – probablemente - me entregaban oxígeno. De a poco comencé nuevamente a recordar la pesadilla, me brotaron desesperadamente unos terribles deseos de gritar pidiendo la presencia del abogado, pero no me salía la voz, era como una pesadilla. Al cabo de un rato, me volvieron a inyectar y, por ende, volví a quedarme dormido. 

          No sé cuánto tiempo pasaría pero ya percibía un mejor ánimo en mi estado general y mental, incluso, diría yo, un poco de felicidad, cosa que no había vivido desde hace muchos años. El psiquiatra me visitó en mi lecho de enfermo y me comentó que estaba en excelentes condiciones. Era como si hubiese consumido alguna droga ilícita, ya sea marihuana hachís, peyote, cocaína, pasta base – drogas que nunca he utilizado – pero por lo que he leído y visto en televisión y cine, producen – supuestamente – las sensaciones extremadamente eufóricas en que me encontraba en ese momento. De pronto recordé que existen medicamentos que administran a enfermos terminales con la finalidad de aliviar el dolor, los cuales sé que son a base de opio. Probablemente ese medicamento me hubiese aplicado el doctor. ¿Condiciones para qué?, pregunté rápidamente. Me explicó que tendría que darme valor ya que el abogado necesitaba nuevamente conversar conmigo, por mi “caso”. Estaba ansioso por conversar con él, pues tenía la certeza de que yo no había asesinado a la doctora, incluso no tengo antecedentes penales que pudieran, potencialmente, ser utilizados en mi contra. 

          Por fin llegó el abogado. La misma situación anterior – un Deja Vu – el doctor y el paramédico sentados a mi lado, a uno de los lados una bandeja metálica, las cuales contenían instrumentos médicos como jeringas, termómetros, oftalmoscopios y otros aparatos más, que en ese momento no pude identificar, pues en ese preciso instante golpearon la puerta de la clínica, era el abogado. Saludó, dejó su maletín sobre la mesa y se dirigió a mí. 

- Necesito que continuemos hablando del 
  caso, me dijo. Extrajo unos documentos 
  de su  maletín, los puso frente mí y me 
  dijo:  lea. Todos eran recortes de 
  diversos  diarios que hablaban del caso. 
  Al  leerlos, con más detenimiento, descubrí 
  que  el hecho había provocado una 
  conmoción  nacional. Por otro lado pude 
  sacar por conclusión que todos los 
  artículos  periodísticos me 
  condenaban. Algunos  diarios 
  titulaban “Psicópata asesinó a la
  doctora”,  “Asesino mató sin piedad a 
  la doctora”, “Indignación nacional por 
  alevoso asesinato de psiquiatra en 
  consultorio de salud mental, supuestamente 
  el asesino está en tratamiento en un 
  hospital  psiquiátrico”, “El país exige 
  justicia”, etcétera. 

- Cuál es su opinión, me preguntó. 

- Por lo que pude leer, existe una 
  gran  desinformación en la “información” 
  que usted me muestra, por lo demás 
  son opiniones periodísticas que no 
  tienen  relevancia legal, los procesos 
  se ventilan en los tribunales y no en la 
  prensa  sensacionalista, 
  respondí  tranquilamente. 

- Pero usted asesinó a la psiquiatra espetó. 

- No he conocido ningún caso, por lo 
  menos hasta el momento, en que una 
  persona fallezca a raíz de un puntapié en 
  su canilla, contesté. 

- Bien, dijo el abogado, yo fui contratado 
  para defenderlo y, por lo tanto, quiero 
  que hablemos con sinceridad, pues es la 
  única forma de que pueda llevar su causa 
  a buen término. Por otro lado, dijo, tiene 
  que confiar plenamente en mí y eso 
  significa que debe contarme los más 
  mínimos  detalles. Primeramente le 
  preguntaré  algo directamente, ¿mató usted 
  a la doctora? 

- No, respondí rápidamente – con la certeza 
  del que está diciendo la verdad. 

- Todas las pruebas que existen, hasta 
  el momento, apuntan a usted. 

- Si sus pruebas son las noticias y los 
  reportajes que aparecen en los diarios 
  y televisión – como veo que usted lo 
  está haciendo – es obvio que usted llegue a 
  esa conclusión. 

- ¡No se trata de eso!, respondió mi 
  abogado alterado, rojo de ira. ¡Las pruebas 
  de las cuales yo le hablo están todas en 
  la justicia y en las manos de la fiscalía! 
  El  doctor lo llevó a otra sala, conversaron 
  un momento – supuestamente – y cuando 
  volvió se había borrado de su rostro 
  esa expresión de indignación. Incluso 
  lo encontré más sonriente y relajado. 

- Continuemos, dijo. - La doctora falleció de 
  una puñalada que usted le propinó en el 
  pecho con un facón. 

- ¿Por qué dice “que usted le propinó”? 

- Porque todas las pistas apuntan a que usted 
  fue quién la asesinó, además hay testigos. 

- Usted me pidió que dijera la verdad. Bien, 
  le diré la verdad “YO NO LA A-SE-SI-NÉ”. Y 
  en cuanto a los testigos, eso lo veremos, 
  pues  se podrá percatar usted que 
  se derrumbarán, como castillo de naipes, 
  todos los argumentos de la fiscalía. 

- Bien – dijo satisfecho – el lunes nos vemos a 
  las 9:00 horas en la Corte. 

- Ningún problema, repliqué serenamente. 

          Volví nuevamente a mi cama, me recosté relajado y tranquilo después de la conversación con mi abogado. Comencé a recorrer mentalmente todo lo sucedido. En lo que quedé pensando fue en la conversación entre el psiquiatra y mi abogado. Comenzó a pasar por mi mente la idea de un complot o, probablemente, en una confabulación entre el doctor, mi abogado defensor, la fiscalía y quien sabe quien más con la finalidad de encubrir al real asesino de la doctora. Estaba totalmente convencido de que yo no había sido la persona que cometió aquel vil y cobarde acto. Jamás lo he hecho ni lo haré. 

          Por otro lado, recordé que se habían realizado procesos contra unas personas (indianos, mapuche), los cuales habían atacado - a balazos - en una carretera, a una comitiva, en la cual trasladaban a un fiscal quien se encontraba investigando la quema de maquinaria y algunos galpones de una empresa que se había instalado en territorios que pertenecían ancestralmente a éstos. Esta empresa se dedica a talar árboles milenarios en sus terrenos los que seguidamente utilizan para elaborar madera que posteriormente la venden a las empresas constructoras. Ni el fiscal ni miembros de la comitiva fueron heridos en el ataque. La ira que originó en los indígenas contra el fiscal se originó a raíz de que éste ordenaba hacer verdaderas razzias en los asentamientos mapuche, utilizando para esto a la policía e investigaciones (policías de civil) quienes, sin piedad entraban a sus casas, sin respetar a ancianos y niños, destruyendo lo poco y nada que tienen, como si por ahí hubiese pasado un tornado – todo ello, por supuesto – aprovechando la noche con el fin de encontrar a los presuntos “extremistas”. 

          Detuvieron a los “presuntos” extremistas a los cuales llevaron a juicio. El proceso que se les siguió – fue un verdadero proceso kafkiano – pues para acusarlos - los fiscales utilizaron “testigos sin rostro”, es decir estos testigos entraban encapuchados al tribunal, los ubicaban detrás de un biombo para no ser vistos por los procesados y, a las preguntas de los fiscales, estos respondían con la voz distorsionada por los micrófonos que ya tenían predispuestos. Entonces me pregunto; ¿no serían estos “testigos sin rostro” un fiscal, el presidente de la Corte Suprema y de Apelaciones o, probablemente los generales de las cuatro ramas de las fuerzas armadas? Por esa razón hoy en día los acusados están en huelga de hambre con la finalidad de presionar a la justicia de que se realice un nuevo juicio, pero un verdadero juicio. Los presuntos extremistas fueron condenados a veinticinco o treinta años. Y conste que no hubo ninguna persona fallecida. 

          Llegó el día lunes, fecha en la cual estaba prevista la audiencia donde se vería mi caso. Por la mañana temprano comenzaron los preparativos. Hubo llamadas telefónicas y comunicaciones por radio, pero yo no alcancé a desentrañar de qué se trataban, aunque lo sospechaba. Cerca de las 08:00 horas de la mañana, entraron cuatro gendarmes quienes me esposaron de pies y manos. Primera vez en mi vida que me vía en tal situación. Me sacaron del hospital psiquiátrico y me subieron a un carro celular, escoltado no solamente por los gendarmes, sino también por la policía quienes se movilizaban en sus vehículos. 

          Comenzó el avance por la ciudad con gran bullicio, debido a que los autos policiales hacían sonar sus sirenas. Después de un largo rato los vehículos se detuvieron – al parecer habían llegado a los tribunales – conste que yo no tenía visión a raíz de que el vehículo era completamente hermético. Pude darme cuenta que el conductor de la camioneta que me trasladaba comenzó a hacer maniobras con el vehículo quizá para prepararse para mi descenso y así poder entrar al palacio de justicia. Mientras se estaba deteniendo y hacía maniobras escuchaba golpes y piedrazos los cuales impactaban en el vehículo que me trasladaba. Pude percibir gritos de la multitud que se había apostado a la entrada. Escuché que gritaban a viva voz ¡asesino!, ¡psicópata!, ¡loco!, ¡cobarde!, ¡mátenlo!, ¡enciérrenlo de por vida!, ¡cadena perpetua! y otros calificativas que yo no alcanzaba a entender. 

          Abrieron la puerta del carro celular, había una multitud, la cual se agolpó sobre mí, pero afortunadamente fueron controlados por la policía. Aún así continuaban vociferando, incluso me llegaron algunos escupos en el rostro. Un periodista logró romper el cordón policial y, cuando avanzando hacia los tribunales – lentamente debido a que me llevaban esposado de pies y manos y con un gendarme a cada lado, los cuales me llevaban del brazo, y no precisamente como muestra de cariño, me preguntó: ¿usted mató a la doctora? le alcancé a contestar, de pasada: “No hablo con periodistas de esta prensa infame”. Entré por fin al temible tribunal, los gendarmes se detuvieron en un pasillo a la entrada de una puerta de la audiencia a esperar la llamada. Después de un largo tiempo, escuche que decían: 

¡Que pase el acusado! 

Continuará……..
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lunes, 2 de mayo de 2011

El orate (Capítulo II)

El orate ( Capítulo II)


Estando aún en el psiquiátrico, me llevaron dos personas vestidas de blanco a una oficina. – “Tome asiento y espere” - me dijeron. Era la consulta del psiquiatra. Esperé unos minutos al cabo de los cuales llegó acompañado de dos guardias. Me hizo tomar asiento, él se sentó tras su escritorio, mientras los guardias se quedaron vigilando la entrada. Caminaban lentamente sin hacer ruido, pero yo escuchaba sus pasos. “Me sorprendió que el profesional se hiciera acompañar por guardias, pero asumí que la razón era la conducta violenta con que había actuado en el consultorio”. 

- Bien, manifestó el profesional, veo que usted está un poco más recuperado. 

- Sí, contesté, aunque aún me siento un poco mareado y desorientado a raíz de la situación que he debido enfrentar y probablemente por el efecto de los medicamentos. 

- Ese malestar será pasajero, paulatinamente irá retomando la normalidad, así es que no se preocupe. 

- Gracias doctor, respondí.

El médico era una persona – de acuerdo a lo que yo percibía – bastante empática, lo que hacía que depositara toda mi confianza en él. Me observó un momento con esa forma que tienen ellos de escrutar al paciente y que ya conozco por años, hasta que lanzó un comentario que me hizo estremecer. 

- Mañana a las 14:00 horas vendrá un abogado a conversar con usted. 

“Comenzaron mis jaquecas, dolores de estómago y temblores en todo mi cuerpo y, aparentemente, mi rostro empalideció pues el doctor me manifestó que me relajara. Por mi mente pasaban ideas como saetas en distintas direcciones que más me desorientaban, intentaba atrapar por lo menos una, para así asirme de ella y entrar en la cordura, pero era imposible, mientras más intentaba encontrar una explicación a la sentencia del doctor, más confuso era todo. ¿Por qué un abogado?, me preguntaba ¿Tan grave fue la situación como para que haya tenido que llegar a la justicia? No encontraba respuesta”. 

Ya vencido por la incertidumbre, le grité al médico: 

- ¡Por qué un abogado desea conversar conmigo! 

- Eso no lo sé, contestó. Pero tienes que estar preparado para todo. 

Esa noche casi no dormí, a pesar de los medicamentos y las inyecciones que me aplicaron las enfermeras. Deseaba salir luego de la incertidumbre, la noche se hizo interminable. Y como si con esto no bastara, pendían sobre mí las palabras de mi esposa quien me había manifestado que en cuanto estuviera de alta se separaría de mí. Menos dormía. Con la finalidad de espantar un poco la incertidumbre, comencé a pasearme mentalmente por mi niñez. Recordaba los días de escuela, de mis ex compañeros de curso y profesores. La pobreza, el hambre, el padre que nunca tuve, mis hermanos – quienes son todos profesionales hoy en día – pero en lo que me planté fue en el hambre, que fue la que más me marcó. 

Recuerdo las miserias en mi niñez, producto de la pobreza y el hecho de no haber tenido un padre que nos sustentara económicamente y nos ofrendara su amor. Siempre le temí a mi destino, estaba convencido de que mi sino era morir de frío, hambre y alcoholizado en alguna calle solitaria o bajo algún siniestro puente ante la mirada indiferente de la gente de bien, como ocurrió con mi padre, aún me atemoriza esa situación. Cómo me gustaría verlo hoy día, cómo correría a abrazarlo, a entregarle mi amor, a protegerlo, sacarlo de la miseria en que estaba, extirpar de raíz ese perverso alcoholismo que lo destruyó. En cada hombre que encuentro tirado en la calle – producto de una borrachera – veo a mi padre. Si alguna de esas personas me pide dinero se lo doy gustosamente, aunque sea la última moneda que me quede en el bolsillo, pues en todos ellos veo reflejado a mi progenitor. No siento remordimiento en mi consciencia cuando comparto un poco de dinero con estas personas, todo lo contrario, me voy satisfecho pues sé que nadie está libre de caer en esas precarias situaciones. No solamente mi actitud es con las persona alcohólicas, sino que también con cualquier desamparado que pide ayuda, eso me lo enseñó mi madre, quien era una persona muy creyente. Si hubiese estado él, probablemente las cosas hoy serían diferentes, pero no fue así. Nunca lo conocí. 

Mi madre trabajaba sin descanso, éramos seis hermanos, todos pequeños cuando mi padre se fue. Pero ella asumió estoicamente la realidad y, decidida a criar a sus hijos, tomó las riendas del hogar. Ella, por su precaria instrucción, trabajaba de asesora del hogar. No tenía horario pues laboraba de sol a sol. Qué alegría sentíamos cuando, sentado junto a mis hermanos en el rellano de la escalera, de la entrada principal de nuestro hogar, la veíamos asomar en una esquina, caminando rápidamente con una bolsa en la mano. Habíamos estado sin comer toda la jornada. Llegaba con optimismo, a pesar de la dura jornada, nos abrazaba y nos repartía un trozo de pan a cada uno. Nosotros no lo comíamos, lo engullíamos como si fuésemos leones hambrientos devorando a su presa. 

Todos estudiábamos con mucho esfuerzo, era duro estudiar con el vientre vacío. Pero aún así, y haciendo grandes sacrificios, cumplíamos diariamente con nuestros deberes escolares. Mi madre, con la finalidad de que nosotros no abandonáramos nuestros deberes de estudiantes, los fines de semana trabajaba como lavandera. Los sábados en la tarde y los días domingo, los pasaba inclinada, ya con la espalda curvada, sobre una vieja artesa de madera lavando ropa ajena restregándola sobre una tabla con una escobilla de esparto. Posteriormente la tendía al sol y, una vez seca, la planchaba. Por ese sacrificado trabajo recibía un miserable dinero con el cual sólo alcanzaba para comprar un poco de pan. Cuando el dinero nos permitía comprar mantequilla, era una verdadera fiesta, un banquete. Pero no se agotaba, era como si un ser superior la proveyera de fuerzas, coraje, valentía y alegría para continuar sacrificándose por sus hijos. 

Esa fuerza y coraje eran compensados con los frutos de nuestros estudios. En efecto, la constancia con que nos dedicábamos a nuestros deberes de estudiantes y las buenas calificaciones que obteníamos en el colegio, era el más grande regalo que ella recibía al finalizar cada año de estudios. Cuando llegaban las vacaciones de fin de año, nos dedicábamos a trabajar, ya sea cortando pasto en casas vecinas, picando leña o, como niñeras mis hermanas, con lo cual la vida se nos hacía un poco más llevadera, por lo menos por unas cuantas semanas. Obviamente no jugábamos al igual que los otros niños, para nosotros no hubo infancia. Probablemente ahí se originaron mis problemas de salud. 

Al fin llegaron las 14:00 horas. Debí esperar media hora más al abogado. Me llevaron a una sala. Se sentaron a mi lado el médico y un paramédico. Más me angustié, pues pensé que el asunto sería más grave de lo que me esperaba. Tocaron la puerta, abrieron y entró un hombre vestido formalmente, me saludó y me dijo. 

- ¿Usted es Seiken Keikopura? 
- Sí señor, respondí. 
- Mi nombre es Roberto González y el Estado me ha designado para su defensa. 
- ¿Y de qué me defenderá? 
- Del proceso que se está iniciando contra usted. 
- ¿Se refiere al problema que tuve en el consultorio de salud mental? 
- Sí. 
- Pero, ¿tan grave es? Le pregunté con una voz que ya casi no me salía y mientras transpiraba entero. 
- Sí señor, es grave. 
- ¿Qué sucedió? 
- La doctora falleció producto de las estocadas que usted le propinó en su cuerpo. 
- Pero….

Continuará....
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domingo, 1 de mayo de 2011

El orate (Capítulo I)


El orate (Capítulo I)

El policía - sentado en su silla - detrás del escritorio, se dirigió a mí con una mirada indiferente y dura a la vez:
      
       -   ¿Cuál es tu nombre?
       -   Seiken Keikopura.
       -   ¿Seiken Keikopura?
       -   Sí, señor.
       -   ¡No me digas señor, soy Teniente de 
           policía!.       
       -   Sí, teniente.
       -   ¡”Mi” teniente, debes decirme!
       -   Sí, “mi” teniente.
       -   ¿Qué clase de nombre es ese?
       -   Indiano, mi teniente
       -   ¡Indígena querrás decir!
       -   Como usted diga mi teniente.
       -   ¡No “como yo diga”, así es!
       -   Sí, mi teniente.
       -   ¡O sea, eres mapuche!
       -   Si, y a mucha honra mi teniente.
       -   ¿Cómo puedes hablar de
           honra si ustedes son todos flojos,
           borrachos y ladrones?
       -   ¡Igual que usted mi teniente!
               
                Me lanzó un golpe con las palmas de sus manos en mis orejas, lo que me dejó escuchando un fuerte zumbido el cual fue disminuyendo poco a poco. Me dolió, sí – lo reconozco – pero más me dolió la forma rastrera y alevosa con que me lanzó el golpe. Me sentí impotente.

El teniente era alto, caucásico, cabello rubio, ojos verdes y tenía una mirada severa y despectiva que estaban a la altura de sus características físicas.
       
       -   ¡Tu cédula de identidad!
       -   No la tengo, mi teniente.
       -   ¿Por qué no la portas si sabes que 
           todos debemos llevarla en 
           todo momento?
       -   Se me extravió, mi teniente, junto 
           con mi porta documentos.
       -   ¡Díctame tu número de identidad!
       -   No lo recuerdo, mi teniente.
       -   ¡Cómo que no lo recuerdas, hasta 
           un imbécil se lo sabe!

“El trato del policía me estaba haciendo sentir como el más miserable de los miserables. Por un momento estuve a un paso de lanzarme encima y golpearlo, pero me contuve pues con eso agravaría más la situación más aún si había dos guardias a su lado”.
      
       -   ¿Por qué estás detenido?
       -   No lo sé mi teniente
       -   Pues bien, si no lo sabes, 
           yo te  refrescaré la memoria: 
           por haber atacado a una doctora en
           un consultorio de salud mental 
           con graves consecuencias.
       -   Probablemente, mi teniente.
                
        Los dos policías que lo acompañaban me tomaron de los brazos fuertemente empujándome  hacia una celda de la comisaría, caí de bruces, me levanté y me quedé observando las paredes y los barrotes como un león enjaulado.
       
       -   ¡Siéntate ahí y espera!

De pronto escuché la sirena de una ambulancia que transitaba a gran velocidad. Percibí que el vehículo se detuvo bruscamente en la comisaría donde yo me encontraba. Entraron cuatro hombres vestidos de blanco, los cuales portaban una camilla y un bolso con ropas, colgado de sus hombros.
      
      -   ¿Dónde está el detenido, mi teniente?
      -   En esa celda, respondió el policía.

Abrieron la celda, entraron los paramédicos, resistí inútilmente hasta el último momento, pero entre los cuatro hombres vestidos de blanco lograron doblegar mi cuerpo y mi espíritu, me ingresaron a la ambulancia y me ataron a la camilla. Notaba que la ambulancia avanza raudamente por las calles de la ciudad abriéndose paso con el ruido de su sirena. Se detuvo repentinamente y abrieron las puertas del vehículo de urgencia. En ese momento comencé a recordar vagamente – como quien viene despertando de un sueño – lo que había sucedido. Bien, pensé, ya habrá tiempo para recordar con serenidad. Me sentía derrotado, humillado, sin deseos de vivir, por mi mente pasaban ideas veloces y confusas, como sucede en las grandes ciudades donde se produce un gran tráfico de vehículos, la diferencia era que en mi mente no habían letreros ni semáforos que me ayudaran a ordenar esas ideas, que más que ideas se asemejaban a un caos mental, a un ir y venir de pensamientos inconexos.

Me bajaron de la ambulancia en la camilla e ingresamos al hospital. Comenzaron a desplazarme por unos siniestros pasillos. Transitaban por los corredores personas que me observaban de soslayo, ora con curiosidad, ora con tristeza, ora con indiferencia. Avanzamos largos minutos, que para mí eran eternos. A medida que la camilla peregrinaba por los pasadizos, las personas que circulaban se iban transformando en monstruos, cuyos rostros – en forma tétrica – se alternaban en figuras aleatorias, cual si estuviera en el cine sufriendo con una espantosa película de terror. Finalmente llegamos a una sala dónde habían hombres y mujeres con delantal blanco. Los paramédicos me desataron de la camilla con el fin de trasladarme a una cama, que ya estaba preparada para tal situación. Al tratar de trasladarme intenté deshacerme de los trabajadores que con fuerza e insistencia procuraban llevarme a la cama del hospital, como era tanta la resistencia que yo oponía, entre varios lograron ponerme una camisa de fuerza con la cual lograron inmovilizarme de píes y de manos. Una vez controlado, me trasladaron a la cama. El doctor dio una orden que, por lo que alcancé a escuchar, era que me inyecten 5mg de no sé qué medicamento. A pesar de mi oposición lograron inyectármelo.

Inmediatamente comencé a experimentar un mareo y un desánimo generalizado. Trataba de aferrarme desesperadamente a la lucidez, pero el efecto del medicamento era tan poderoso, que me comenzaba a doblegar física y mentalmente. Aún así seguía insistiendo en no dormirme, pues temía que una vez dormido tendría terroríficas pesadillas. Movía las manos, los pies y la cabeza a pesar de estar inmovilizado con la camisa de fuerza. Ellos me observaban, como divirtiéndose. Por mi mente pasaban ideas espantosas que, quizá por el efecto del medicamento se iban aclarando. Notaba que el odio iba aumentando; odio a los médicos; odio al hospital; odio a los medicamentos y, probablemente, odio a toda la humanidad. El médico ordenó inyectarme una segunda dosis, que yo, resignado, sentía como circulaba por mis venas y arterias hasta llegar a mi cerebro. Perdí la consciencia.

Al día siguiente desperté, bueno, no puedo saber si fueron dos días después, una semana o ya había pasado un mes. Pero estaba recobrando paulatinamente la lucidez. Frente a mí – yo acostado en mi cama aún con la camisa de fuerza ceñida a mi cuerpo – la cual me tenía inmóvil, había un hombre con delantal blanco que por su aspecto imponente yo presumí que era un médico. Cómo se siente, preguntó. Bien, respondí. Bueno, expresó, estos últimos tiempos usted ha experimentado conductas violentas – y esa es la razón por la cual está internado en este hospital psiquiátrico – por lo que el objetivo del tratamiento es poder controlar esos brotes de violencia y, por lo tanto, usted quedará internado hasta que supere dichos síntomas, hasta luego. ¡Doctor!, ¡doctor! grité con fuerza, pero éste – como si hubiese ladrado un perro – hizo caso omiso y se marchó. Mi intención era averiguar cuánto tiempo estaría en el psiquiátrico y si mi familia conocía mi situación, pero me quedé con las interrogantes.  Comencé a observar detenidamente toda la sala, en especial a los pacientes que ahí había. Todos se encontraban en estado de semiinconsciencia, uno de los pacientes – y que fue el que más me llamó la atención – inclinaba constantemente su tronco y cabeza en forma vertical emitiendo unas palabras ininteligibles, como si estuviera recitando versículos del Corán, libro sagrado de la religión musulmana.   

Ya un poco más sereno, comencé a mirar en retrospectiva lo que me tiene hospitalizado  en psiquiatría. Hace ya varios años que estoy en tratamiento en el sistema público de salud, pero estos dos últimos años – dos mil diez y parte del dos mil once – la entrega de medicamentos que tienen por objetivo controlar mi enfermedad, ha sido deficitaria. En efecto, me dan (cuando hay) para tres o cuatro días, a lo más para una semana, lo que provoca en mí una angustia, no sólo por la falta de medicamentos en el consultorio, sino también por la falta de estos en mi organismo. Debo manifestar también que la ausencia brusca de medicamentos en mi sistema circulatorio – y esto le sucede a la gran mayoría de los pacientes – produce una fuerte descompensación, provocando que se manifiesten con más fuerza los síntomas de la enfermedad. En estas circunstancias – o sea totalmente descompensado – llegué al consultorio a retirar mi dosis como se habían comprometido a entregarme una semana antes. Cuando arribé al consultorio conversé con la paramédico solicitándole mis drogas  y además le indiqué que habían dos recetas pendientes. Me respondió que no había y que tenía que esperar otra semana. Le expresé que los necesitaba urgente y tenían que entregármelos, pues ya llevaba más de una semana sin ellos y esta situación estaba provocando serias fisuras en mi matrimonio y, por ende, en mi familia. Me explicó que tenía que conversar con la coordinadora, pero que la esperara unos minutos. Ya habiendo llegado la coordinadora me hicieron pasar a su oficina. La coordinadora – que era doctora – me expresó cortésmente: cuénteme cuál es su problema, a lo cual le respondí: cuénteme usted cuál es el problema que les origina la falta de medicamentos. Me explicó que no había dineros suficientes para comprar los medicamentos. Me levanté de mi asiento y le dije: los necesito inmediatamente. Me respondió tome asiento, de lo contrario no podremos seguir conversando. Ahí fue cuando le lancé un puntapiés en su canilla y en otras partes de su cuerpo, de un manotazo tiré lo que había en el escritorio, incluyendo unos computadores, mientras les gritaba que eran unos insensibles y desgraciados. Tras un grito de la doctora y, tal vez, por el ruido que se produjo debido al escándalo que se armó, llamó a los guardias, estos me sujetaron fuertemente llamaron a la policía y aquí estoy, en el manicomio, por mendigar mis píldoras.

 Hoy he salido al patio – es un espectáculo dantesco – los enfermos caminan (caminamos) sin rumbo fijo con la mirada perdida en el vacío, inclinados como buscando algún objeto extraviado, algunos riendo sin razón alguna, otros alzando y bajando los brazos por largos instantes, estos conversando temas inentendibles, como un monólogo, se ven también enfermos que golpean las paredes de hormigón constantemente hasta hacer sangrar sus manos. Más me enfermo. Avisan que hoy es día de visita, ni me lo esperaba. Aún aturdido espero con ansiedad a mi esposa e hijos.

Llega la hora, entran personas observando con extrañeza y recelo el espectáculo. De pronto diviso a mi señora, quien al verme se le caen las lágrimas, pero trata de disimular – lo que no consigue- nos acercamos a un locutorio, por ende no hay un contacto físico. Me pregunta cómo he estado, le respondo que bien y que lo único que deseo es salir pronto de psiquiatría. Ella me promete que rápidamente me traerá algunos artículos de aseo y que cuando salga de alta hará los trámites con un abogado para separarse de mí.

Deseo morir en el manicomio.

Continuará………

miércoles, 27 de abril de 2011

Caminando por la carretera










Es cierto que mi cónyuge me ha brindado todo su apoyo durante todos estos años en que he estado enfermo, y lo ha hecho con tanta dedicación y cariño, que he llegado a asemejarlo con el cuidado que brinda una madre a su hijo, quien no puede valerse por sí mismo y por el cual es capaz de entregar su vida entera a cambio de la recuperación y protección de su cría, pero también es verdad que en ciertas oportunidades hemos discutido debido a que no comprende mis complicados padecimientos.

El último altercado que tuvimos fue a raíz de una crisis severa en la cual se manifestaron en mí todos los síntomas de la enfermedad que padezco. El conflicto se originó debido a que mi esposa me reprochó que el origen de todos mis males eran que “yo no quería sanarme”, que “no ponía de mi parte”, que “estaba sano” etc., intencionalmente se supone. Mi reacción ante tal recriminación fue exaltada, busqué todos mis medicamentos, los cuales utilizo con prescripción médica (psiquiatra) y que tienen por finalidad controlar mis malestares psicológicos, los arrojé a la combustión lenta (en presencia de mi esposa) donde ardieron hasta consumirse por completo, observaba yo con espanto y dolor cómo se quemaban no sólo mis medicamentos, sino también mi vida. Mientras observaba cómo se carbonizaban mis fármacos me imaginaba como si fuese Luis XVI esperando caer el cuchillo de la guillotina que le cercenara su cabeza, era yo quien temblaba con espanto y dolor hasta desfallecer. Posteriormente le expresé, en forma irónica, que era verdad lo que ella me criticaba y que desde ese momento no continuaría con mi tratamiento porque tenía razón, yo “no ponía de mi parte”, “estaba sano”; y, por ende, no utilizaría desde ahora las drogas que me había prescrito el médico.

En ese preciso momento, y cuando ya eran las 22:00 horas aproximadamente, me encaminé hacia la puerta de mi casa, salí y comencé a caminar sin rumbo, sin antes escuchar los llamados de mi esposa e hijos, los cuales me pedían que volviera. Hice caso omiso a los ruegos de mi familia, probablemente debido a la soberbia que me embarga en ciertas ocasiones y continué caminando por el lapso de una hora. Hasta que, de pronto, me asaltó la idea de caminar por la carretera principal de mi país, sin rumbo, dejando que me guiaran mis pasos. Estaba obscuro, en la carretera no hay iluminación, por lo menos por donde yo transitaba. Comencé a caminar sin saber hacia dónde me dirigía, a medida que avanzaba observaba los árboles que había a ambos costados del camino, los veía como sombras, sombras que de pronto se inclinaban y parecían abrazarme. Instantes después advertía que se curvaban como si fueran monstruos acechando a su presa, los percibía como personas deformes que se reían a carcajadas, quizá al verme tan temeroso y horrorizado. Sentía tanta rabia, odio y resentimiento que decidí desplazarme por el centro del camino pavimentado, embargado por un sentimiento suicida que provocaba en mí el deseo de morir atropellado por un vehículo, los cuales se desplazaban a gran velocidad (130 km/hrs) en promedio.

Cada vez que se aproximaba un automóvil con sus luces altas, las cuales me encandilaban, hacían sonar su bocina a medida que se acercaban, yo, impertérrito, continuaba con mi marcha suicida. Sólo advertía que pasaban como un asteroide a mi lado, dando fuertes bocinazos que me ensordecían y ocasionalmente oía gritos provenientes de los vehículos, pero que para mí eran indescifrables. Lo más probable es que eran groserías que yo no podía desentrañar producto del ruido del viento y los motores de los coches. Lo que más me apesadumbraba era que ninguno se detenía, en un acto de piedad cristiana, por lo menos para averiguar qué me sucedía. Paradojalmente me sentía sólo en el mundo, a pesar del flujo de vehículos con sus ocupantes que pasaban ignorando mis tribulaciones, sólo recibía de parte de ellos imprecaciones que más me atormentaban.


Ya agotado, y después de varias horas de deambular, decidí descansar a la orilla del camino, no había berma. Lo que sí había eran unos matorrales de poco tamaño y cuya base era tierra húmeda y agua. Ahí caí con todo el peso de mi cuerpo, extenuado, hasta que me dormí. Cuando desperté estaba despuntando el alba, me levanté, aturdido, sin saber dónde me encontraba ni porqué estaba allí. Observé mi ropa, estaba sucia y mojada producto del agua y lodo que ahí había. Sentí un fuerte dolor de cabeza y estómago, mi cuerpo entero temblaba, salí de mi incómodo tálamo y, desorientado, comencé a observar con el ánimo de determinar dónde me encontraba y así tomar rumbo, ¿hacia dónde? Todo lo percibía como irreal, como una pesadilla de la cual quería despertar, pero no podía. De pronto, y tal vez debido a que no había tomado mi dosis de medicamentos y al setress por el cual en ese momento estaba pasando, sentí que me movía violentamente, pensé que en ese momento se estaba produciendo un temblor o terremoto. Pero aún así, en medio de mi aturdimiento, pude constatar que los vehículos continuaban circulando no dando muestras de alguna anormalidad, como así también observé los matorrales y árboles que había a mí alrededor y éstos no se movían, excepto lo normal debido a una pequeña brisa que se sentía. Las alucinaciones aumentaron, comencé a ver la sombra de animales que pasaban delante de mí en forma veloz sin poder determinar qué tipo de animales eran. Escuchaba gritos de personas, estallidos que yo sentía dentro de mis oídos y un crujir de nervios en mi cerebro que casi me hacían perder la conciencia, este crujir de nervios , como yo los denomino, me los explico como si alguien, con una prensa, estuviese comprimiendo mi cerebro, que no mi cabeza, hasta hacerme perder la consciencia. Todas estas alucinaciones las sufro en forma recurrente.

De pronto mis piernas se debilitaron a tal punto que experimenté un desvanecimiento y caí a la orilla del camino, ya había perdido la consciencia. No sé cuánto tiempo estuve así, sólo puedo decir que de pronto sentí una sirena de un vehículo, que luego pude juzgar, que era un vehículo de la policía, pensé, por un momento , que me  llevarían detenido por obstruir la carretera o por vagancia, pero no fue así. Los policías amablemente me llevaron directo al hospital. Allí, probablemente, me inyectaron algún calmante y cuando reaccioné, no puedo decir después de cuanto tiempo, estaba en una camilla en un sala del hospital y mi esposa me tenía tomado de la mano sonriendo.
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