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jueves, 28 de febrero de 2013

Las Larvas y su metamorfosis





LAS LARVAS Y SU METAMORFOSIS
 
    


Despierto abruptamente a las 4:00 de la madrugada, aquejado por una cefalea intensa, las fuertes punzadas que siento en mi cerebro, son como si un perverso torturador, regocijado por su macabra labor, me estuviese insertando gigantescas agujas con punta roma, para provocar aún mayor dolor, lo que me hace percibir la sensación de que mi cabeza fuese a estallar en cualquier momento. Levanto las sábanas y frazadas lentamente y con cuidado con la finalidad de no perturbar el sueño de mi cónyuge.
- ¿Por qué te levantas tan temprano?, pregunta mi esposa.
- No tengo deseos de responderle.
Desciendo desde la cama matrimonial me dirijo a la cocina, busco, con mis manos temblando, en un mueble donde están los medicamentos. Los encuentro, extraigo tres tabletas, las cuales ingiero con bastante agua. Espero pacientemente que la jaqueca decline.
Camino hacia la ventana, corro la cortina, observo la calle, está obscura. En ese momento puedo advertir que mis manos son como las patas de un animal salvaje, casi redondas, con pezuñas, podrían ser las de un toro o, tal vez, las de un caballo. En otras oportunidades he palpado como si fuesen las de un ave de rapiña, grandes, cubiertas de bellos, cuatro dedos y garras en vez de uñas. Siento un estremecimiento al pensar que me estoy transformando en un animal, o, más que un animal, en una bestia, o tal vez, y esto es lo que más me angustia, ¿terminaré convertido en un segundo Leviatán capaz de lanzar ácido por su boca provocando quemaduras en sus víctimas, o en el terrible Minotauro encerrado en un laberinto, en una Hidra escondida en su guarida en el lago de Lerna en el Golfo de la Argólida o, tal vez, en un Basilisco que, con su potente veneno marchita las plantas? ¿Será, tal vez, una metamorfosis que, cuan Gregorio Samsa, se va transformando en un insecto gigante que lo lleva a encerrarse en su habitación, bajo llave, temiendo que descubran su espantosa transformación física? ¿O, sencillamente, es una falsa creación de mi mente originada por quizá qué cambios químicos producidos al azar por la naturaleza? Temblando, levanto mis manos lentamente, muy lentamente como si fuese una ceremonia religiosa en la cual se implora a Dios su infinita piedad, o, como si fuese un ritual de alguna lejana tribu pidiendo a sus dioses que los proteja de alguna peste maligna. Al tenerlas frente a mis ojos, todo mi cuerpo se serena, mis músculos se relajan, una gran alegría invade mi espíritu, pues me doy cuenta que mis manos son normales o aparentemente normales.

¿Cómo poder revertir este estado mental, estado que, en reiteradas ocasiones, me lleva a no poder distinguir la realidad de la ficción? ¿Me acompañará toda la vida?, o, definitivamente, ¿mi mente será superior a mi sentido común y terminaré, definitivamente, transformado en un monstruo? Ya son las 5:25 de la madrugada y la jaqueca no cede, todo lo contrario, se intensifica. Probablemente, producto de los medicamentes, o de la cefalea, comienzo a sentir náuseas que, en definitiva, me provocan vómitos. Tambaleándome, entro raudamente al baño. Al vomitar, veo y siento – entre náuseas, temblores y un sudor helado recorriéndome todo el cuerpo - que lo que ha salido de mi boca es solamente un líquido ácido con un sabor amargo (lo más probable es que sean los medicamentos), me enjugo el rostro varias veces, con una toalla lo que me permite despejar un poco mi mente y salgo, mis manos y piernas tiemblan tan fuerte que casi no las puedo controlar. Experimento un mareo como si hubiese sido producido por la resaca que se siente después de haber trasnochado, bebido y comido en exceso.
Mi esposa se levanta, advertida por mis quejidos de dolor, ¿necesitas ayuda? pregunta, no, todo está bien, respondo.

Pienso en mi juventud, en mi niñez, una niñez triste, con miedo, miedo que me acompaña hasta el día de hoy. Pero ¿miedo a qué? A todo; a la calle, a las personas, los perros, los ruidos. Ruidos de los automóviles, conversaciones de las personas que caminan por la calle y que yo las percibo como gritos que producen daño en mis oídos y me hacen temblar.
De niño tengo recuerdos tristes, siempre sentado a la puerta de mi hogar observando cómo otros niños juegan alegremente al fútbol en la plazuela que está frente a mi casa. En ciertos momentos sentía un deseo intenso de cruzar la calle e integrarme al grupo y jugar con ellos. Pero mi timidez, mi temor, mi miedo, mi angustia, me lo impedían. Y así transcurría mi vida (si a eso se le puede llamar vida).

Son las 8:15. Debo ir al supermercado a comprar algunos alimentos para el desayuno. Salgo de mi morada caminando con el rostro inclinado, mirando hacia abajo, como tratando de encontrar algún objeto extraviado. Percibo temor, pero más que nada, lo que más siento es vergüenza. Advierto que todos en la calle me observan, con aversión, quizá. Al pasar cerca de dos personas que vienen en sentido contrario escucho que algo comentan en voz baja, como para que yo no escuche lo que ellos hablan (probablemente se estén burlando de mi aspecto físico). Pareciera que han descubierto mi deformidad física, mi cuerpo anormal, asimétrico, mis manos con la forma de alguna bestia salvaje. Intento pasar inadvertido cuando me acerco a la pareja de personas. Al pasar cerca de ellos tiembla mi cuerpo entero, siento deseos de hundirme en el pavimento y desaparecer para siempre.

Entro al supermercado sin mirar a nadie, como tratando de pasar desapercibido. Recorro los diferentes pasillos que muestran sus mercaderías apiladas ordenadamente y procedo a realizar las compras. De vez en cuando observo con embozo el panorama, pero bajo inmediatamente la vista pues me doy cuenta que todos me observan. Tiemblo.

Ya, una vez obtenido todo lo que necesitaba, viene la tarea más difícil, pasar por caja y cancelar. Allí espero en una corta fila - había dos o tres personas que me antecedían -. A medida que me acerco a la caja comienzo a temblar, tirita todo mi cuerpo y en especial mis piernas y manos. Advierto en mi pecho un fuerte latido (aparentemente son los latidos de mi corazón). La palpitación que padezco es tan fuerte que me preocupa que la escuchen las personas que están en mí alrededor y no sólo las que están en mí alrededor sino también, todo el supermercado. Experimento la sensación de que todos están observándome, más me estremezco. La cajera pasa las mercaderías por su máquina registradora. Son tres mil quinientos pesos, me dice. Extraigo el dinero de mi bolsillo y al pasárselo mis manos se vuelven incontrolables producto del temblor. Lo único que deseo en ese momento es recibir mi vuelto, tomar mis cosas y largarme. Cuando comienzo a caminar hacia la salida del supermercado advierto que todos me observan; los funcionarios del supermercado como también los clientes. Incluso sin mirar hacia atrás tengo la sensación de que todos me escrutan con extrañeza y a la vez con conmiseración o, tal vez, con aversión.
Por fin ya fuera del supermercado me siento más recuperado, pero me viene un fuerte dolor de cabeza, al caminar por las extrañas calles – de regreso a mi hogar – observo perros, quienes se acercan amenazantes emitiendo ladridos y, a la vez, mostrando sus colmillos, de pronto me los imagino como lobos hambrientos que, por su instinto salvaje, pretenden devorarme, intento coger una piedra, pero éstos se acercan con más ira, afortunadamente personas que pasan cerca los espantan y logro deshacerme de ellos. Al llegar a mi casa, ingiero una tableta relajante, me recuesto en la cama y duermo.



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miércoles, 27 de febrero de 2013



El Secreto 
    

Hoy deseo contar un secreto,
No lo quiero ver publicado,
Decir que soy, para el resto,
Un discapacitado.

Hoy les quiero contar un secreto
Contarlo de forma tal,
Para que todos lo entiendan,
Sufro una enfermedad mental.

Hoy les quiero contar un secreto,
Y esto sí que me apremia,
Mi enfermedad mental se llama
Esquizofrenia.

Hoy les quiero contar un secreto,
Me hallo tan cansado y desesperado,
Que he decidido sacarlo,
Pues me encuentro desamparado.


Hoy les quiero contar un secreto,
Y viendo que por mi enfermedad hay tanto interés,
Les digo que va acompañada
De tristeza, depresión y stress.

Hoy les quiero contar un secreto,
Y lo que palpo en mi interior,
Es que las miradas del resto
Me hacen sentir inferior.

Hoy les quiero contar un secreto
Y no lo digo sonriendo
Pues lo que más me preocupa
Es sentir que me estoy muriendo.

Hoy les quiero contar un secreto,
Lo experimenté, caminando en el huerto,
Y es que casi toda la sociedad
Ya me considera muerto.

Hoy les quiero contar un secreto,
Como un imperativo superior,
Pues yo sé que en su interior
Ustedes se están riendo.

Hoy les quiero contar un secreto,
Pero como es tan grande la maldad,
De toda la sociedad,
Lo he pensado muy bien,
Y he llegado a la conclusión
De que la única solución
Es guardarlo en mi interior,
Y mejor no se lo cuento.


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El Examen Psicotècnico 
    


Hace ya bastante tiempo comencé los trámites con la finalidad de rendir examen con el fin de obtener mi Licencia de Conducir clase “B”. Primeramente, rendí el examen teórico el cual fue un mero trámite, pues me había estudiado la Ley de Tránsito y manejaba bien los conceptos como por ejemplo; a cuánta distancia de un grifo contra incendio se puede estacionar el vehículo, señalizar antes de doblar en una esquina, significado del signo Pare, los semáforos, las indicaciones de un policía que regula el paso en una esquina, etc. así es que sin problemas lo aprobé. Posteriormente en el examen práctico, que consistió en conducir mi vehículo por el sector céntrico de la ciudad, tampoco tuve problemas pues ya tenía una aceptable experiencia en conducción, respeté todas las señales de tránsito, es más advertía una sensación de satisfacción al ver que la persona que me evaluaba - la cual iba sentada a mi lado, en el asiento del copiloto - daba su aprobación tácita, de lo cual yo me percataba al observar de soslayo su rostro mientras conducía, también lo aprobé satisfactoriamente, en consecuencia me correspondía ahora el temible, para mí, examen sensométrico.

Fui citado, todavía lo recuerdo como si hubiese sido ayer, a las 16:00 horas en el Departamento de Tránsito de la municipalidad. Llegué media hora antes, pasé a la oficina principal, donde ya se encontraban bastantes personas, eso me incomodaba, esperando entrar a rendir dicho examen. Cada cierto tiempo llamaban a viva voz a los interesados, quienes pasaban a la sala, que estaba ubicada en el subterráneo, a rendir el examen sensométrico, bajaban la escalera tranquilos, relajados, como expectantes al tener la posibilidad de vivir una nueva experiencia en sus vidas. Después de rendir su examen, la mayoría salía con un rostro de satisfacción al haber aprobado el examen. Mientras otras salían felices probablemente debido a que, para ellos, era una experiencia nueva - como lo sería también para mí - y no habían tenido ningún problema en rendirlo con éxito. Escuché comentarios, mientras esperaba que llegara mi turno, tales como: “qué fácil estuvo el examen”, “me gustó, lo haría nuevamente”, “muy entretenido”, etc. Con cada llamado que realizaba el administrativo, iba aumento en mí la adrenalina, hasta que llegó la hora de la verdad.

De pronto escuché el nombre más temido para mí y mis emociones: ¡Seiken Keikopura!, yo, era mi nombre, era como si me encontrara en el Coliseo Romano y hubiese sido apuntado por el dedo neroniano, lo que en definitiva significaba entrar al ruedo con unas galerías abarrotadas de personas sedientas de carmesí, y esperar que levantaran las rejas de las jaulas con lo cual liberaban a los leones hambrientos, quienes me devorarían sin piedad.

Me levanté del asiento y comencé a caminar hacia la sala donde se realizaban las pruebas sensométricas. No sé si caminaba, volaba, o flotaba, pero sí sé que avanzaba en la dirección correcta. Por lo que recuerdo hoy día, probablemente bajé unas escaleras, no sé cómo, entré a una gran sala donde habían más personas esperando su turno, en ese momento lo que vi fue una sala grande, con asientos, personas, y las temibles máquinas amenazantes, que para mí se me aparecían como verdaderos monstruos de acero sonriendo siniestramente como diciendo “vas a fracasar”. Tembló mi cuerpo completo.

El hombre que me evaluaría tenía un aspecto desagradable, severo y demostraba además un gran desinterés, casi un desprecio, por mi persona. Primeramente me hizo tomar asiento frente a una máquina que consistía en un platillo que giraba sobre una base fija, ambas metálicas, las cuales tenían un orificio. El examen consistía en acertar con una especie de puntero, el cual llevaba un sensor en el extremo inferior, al orificio del platillo superior giratorio y al orificio de la base en el momento en que ambos coincidían. Producto de la tensión mi sistema nervioso comenzó a alterarse, aumentó la adrenalina y comenzaron las jaquecas y temblores en mis extremidades. Cada vez que realizaba los intentos sonaba una alarma, era un pitito que indicaba que había fallado. A raíz de estos intentos fallidos, creo que acerté en uno, mi organismo comenzaba a mostrar indicios de desorganización, lo que en Teoría de Sistemas se conoce como entropía. Fracasado este examen, pasé a la etapa siguiente.

La siguiente etapa, en general, era de características similares a la anterior. Consistía en avanzar por un laberinto (no me agrada esta palabra, pues en un laberinto sin salida se ha convertido mi mente) con una especie de tijera grande, similares a las tijeras de cortar pasto, que tenía la característica de ser flexible y un sensor en un extremo que era el que debía hacer avanzar por las líneas demarcadas de dicho laberinto. Demás está decir que, producto de la tensión, la cual iba en aumento, se escuchaban pitos que la alarma emitía prácticamente en forma constante. En ese momento fue cuando comencé a escuchar las primeras risas. En definitiva, esta etapa del examen fue un completo fracaso.

La tercera y última parte del examen, que yo consideraba la más fácil y entretenida se transformó en una de las peores pesadillas que jamás haya vivido. Consistía en un asiento, dos pedales; acelerador y freno y frente a mí, a la altura de mi rostro, una especie de caja que solamente tenía una pequeña ampolleta. En el fondo era como estar en un vehículo pero sin volante ni pedal de embrague.

Comenzó el examen o, más bien dicho, mi calvario, la prueba consistía en mantener mi pie en el acelerador permanentemente y cuando encendiera la luz roja de la cajita que tenía frente a mí, sacar mi pie del acelerador y presionar el pedal de freno rápidamente y volver al pedal antes mencionado. Por alguna razón, quizá con intención, el pedal del acelerador estaba suelto, es decir, la cubierta metálica del pedal no estaba firme. Debido a que mis piernas temblaban, el ruido metálico del pedal del acelerador se escuchaba en toda la sala.

Quizá con la finalidad de presionarme, el examinador me gritaba que me calmara. Fue en ese momento que comencé a escuchar risas más fuertes que ya se me antojaban carcajadas. Las risas que yo percibía las oía a mis espaldas, eran las carcajadas irónicas de un hombre que estaba, probablemente, esperando su turno junto a otras personas, sentado en una butaca. El examen continuaba y el examinador ya me gritaba ¡qué le pasa!, ¡Usted es alcohólico! Mientras tanto seguía encendiéndose la luz roja que estaba frente a mi rostro y yo tratando de pisar el pedal del freno, mi pie en el acelerador seguía temblando, el pedal continuaba sonando como si fuesen castañuelas, las carcajadas del hombre las escuchaba con más fuerza en mis oídos, el examinador que me gritaba algunas frases que para mí eran ininteligibles en ese momento, frases como; !apúrese!, !está mal!, !es alcohólico!, "está fracasando en su examen!, en la confusión seguía escuchando las risas del hombre, sentía mareos, ruidos en mi cerebro, náuseas y punzadas en mi cabeza.

Ya en el clímax de la confusión me volteé con la finalidad de gritarle una grosería al hombre de las carcajadas o, por lo menos, decirle que se callara, o, por último, ver quién era el que se reía. Y ocurrió lo impensable, no había ningún hombre, no existían las sillas y butacas que yo aseguraba que allí había, no habían personas esperando ser atendidas- las personas que esperaban el examen estaban arriba, es decir en el primer piso - absolutamente nada. En ese momento llegué a la conclusión de que mi mente me estaba jugando una mala pasada. Ni siquiera la pared era como yo la imaginaba. Sólo era una sala pequeña, donde estaban las máquinas para el examen, el examinador y yo.

Creo que lo último que me dijo el examinador era que tenía que volver a presentarme al examen con un certificado médico que acreditara, entre otras cosas, que yo no era alcohólico. Qué humillado me sentía en ese momento, no sólo por haber fracasado en el examen, sino que también porque debía acreditar que no era alcohólico, siendo que jamás lo he sido.

Salí del subterráneo, subí las escaleras, no sé cómo, pero la subí. Avancé con la cabeza inclinada entre las personas que estaban en la sala de espera – como tratando de que ellos no percibieran mi estado caótico - percibí que todos me observaban, hasta risas en voz baja escuché, en el momento en que pasaba delante de las personas que esperaban, percibía con verguenza y, a la vez ira, que se reían de mí al haber escuchado el ruido metálico del pedal del acelerador provocado por mis temblores y los gritos del hombre encargado de examinarme, aún seguía escuchando los gritos del examinador acompañados con fuertes explosiones en mi oído, al fin pude salir de la oficina y llegar a la calle. Subí a un taxi colectivo pues mi casa está bastante lejos del centro, pero cuando ya había avanzado unas cinco cuadras mi estómago se descompuso totalmente producto de los nervios y la jaqueca. Bajé del colectivo rápidamente – con la finalidad de no ensuciar, con mis vómitos el vehículo, con náuseas entré a un callejón estrecho y vomité, vomité y vomité, era solamente un líquido ácido. Sentí que se me doblaban las piernas y ahí caí, sobre mi vómito. No sé cuánto tiempo después desperté con unos puntapiés que me daba un hombre joven quien iba acompañado por su pareja. Con sus pies el hombre me volteó hacia arriba, como si estuviera tratando de ver el rostro de un perro muerto tirado en la calle. Creo que comentaron que yo estaba borracho o algo así. Me dejaron ahí y se marcharon de la mano prosiguiendo con su romance.
No sé cómo - me parece que caminé interminables cuadras tambaleándome por las calles - llegué a mi casa, estaba mi esposa quien me manifestó que venía pálido y que tomara asiento, me preparó una infusión de manzanilla, me preguntó qué me había sucedido, pero no le contesté. Siempre me guardo los problemas pues temo que ella los pueda usar potencialmente en mi contra cuando ocurran los desencuentros entre ambos. 


 



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Saqué de mi velador un diazepam y me dormí.

miércoles, 15 de junio de 2011

El orate (Capítulo IV)



El orate (Capítulo IV) 

        Uno de los vigilantes sacó un llavero de su cintura y me retiró las esposas de las manos, ya cuando se inclinaba a quitarme las de los pies, se levantó y le murmuró – a mí me dio la impresión que le musitó – a los oídos algunas palabras a su colega, yo supuse que le estaba advirtiendo de mi peligrosidad. Una vez liberado de manos y pies, abrieron la puerta del tribunal y me dejaron en la entrada, rodeado ahora por policías - . Observé el panorama, la sala estaba atestada de gente, se percibía un calor insoportable dentro de ella, todos con la vista fija en mí; el “delincuente”, el “asesino” y otros apelativos que los medios se habían encargado de enquistar en la ciudadanía. Reparé que las miradas que me dirigían los espectadores eran de furia, de cólera. Deseaba, en ese momento, que el piso del tribunal se agrietara bajo mis pies y dejase una fosa profunda donde caer y quedar sepultado por la tierra y la madera. Me hicieron avanzar por los pasillos del tribunal hasta llegar a un asiento, el cual se ubicaba a uno de los costados donde se encontraban el juez y sus adláteres. A mi lado se encontraba Roberto González, mi abogado defensor, quien me observó con una sonrisa y me dio una palmada en la espalda. 

        Ya sentado, comencé a padecer los síntomas de siempre, obviamente producto del stress, pero – esta vez – se sumaron otros que no había sentido desde hacía ya bastante tiempo. De pronto comenzaron a pasar veloces figuras ante mis ojos, eran como las sombras de un animal que yo las imaginaba como de gatos. Y, agregado a esto, los fuertes estallidos - como producidos por un arma de fuego – en mis oídos. Como siempre, estos balazos los escuchaba dentro de mis oídos y tenía la certeza de que éstos no provenían del exterior. Me pregunté, en ese momento, por la razón de estos síntomas, no podía explicármelos racionalmente, máxime cuando hacía pocos instantes mi estado mental era de euforia, euforia que había sido producida por los medicamentos que me había inyectado el doctor en el manicomio (no me gustan los eufemismos). Llegué a pensar que un microbio, controlado, quizá mentalmente, por el psiquiatra, había entrado a mi organismo y avanzaba por mi sistema circulatorio; venas, arterias y corazón hasta llegar a mi cerebro y en un proceso de selección devoraba todos los medicamentos que me había administrado el médico, logrando con eso dejarme a la intemperie, es decir en mi estado normal; psicosis, paranoia y esquizofrenia. 

        De pronto un martillazo en la testera me hizo saltar. ¡Silencio en la corte! ¡Que se ponga de pie el acusado! Con las piernas temblando me levanté con esfuerzo. Una mujer comenzó a leer en voz alta un extenso texto que, en resumen, explicaban las razones de la situación que me tenía en esos tribunales. Posteriormente, uno de los hombres que se ubicaban a un costado del juez, inquirió mis datos personales; preguntó por mi nombre, apellido, estado civil y estudios realizados, a los cuales yo respondí correctamente. 

        Seguidamente, le pidió a un abogado que comenzara el interrogatorio. Se levantó el fiscal, se acercó a mí, a una distancia prudente y comenzó a efectuar una semblanza de mi persona. ¡Este hombre que ustedes pueden ver sentado aquí, es un asesino, quien, cobarde y alevosamente atacó a una persona con un puñal produciéndole la muerte! ¡Pero, no se engañen, este hombre, de aspecto tímido y con rostro de persona agradable, sacó su máscara y actuó sin piedad en contra de su víctima destruyendo, no sólo la vida de una persona, sino también la de su familia y de toda la sociedad! 

        Advertía un odio que, creo que jamás había sentido en mi vida, observaba a la víbora mientras continuaba con su perorata. A esas alturas contemplaba estupefacto que de su boca no salían palabras sino veneno. Continuó, no sé por cuánto tiempo el lebrel emitiendo calificativos ponzoñosos en mi contra. Mientras tanto observaba que su rostro tomaba diferentes aspectos, los cuales provocaban en mí una gran angustia. Tenía en su labio superior una pequeña cicatriz en forma longitudinal con respecto a su cuerpo, producto quizá de alguna operación. Era tanta mi ira, que me concentré en su estigma, fijé mis ojos directamente a ella. El fiscal comenzó a interrogarme. 

- ¿Fue usted el día 24 de julio del año 2010 al Centro de salud mental? 

- Sí, contesté, pero no puedo recordar la fecha exacta. 

- ¡Conteste Sí o No! Respondió rojo de rabia. 

- No puedo afirmarlo ni negarlo, pues realmente no sé la fecha con precisión. 

- Bien, dijo entonces, le preguntaré de otra forma. 

- ¿En qué fecha, aproximadamente, fue usted al Centro de Salud? 

- Fue en el mes de julio, pero no recuerdo la fecha exacta. 

- ¿En la tarde o en la mañana? 

- No lo recuerdo, respondí. 

- ¿Qué personas había en el instante en que llegó usted a ese consultorio? 

- Creo que se encontraba la secretaria, un paramédico y un guardia de seguridad. 

- ¿No había ninguna otra persona? 

- No lo sé, señor. Pues para eso hubiese tenido que revisar todos los box y oficinas de ese centro. 

- Bien, contestó. 

        El fiscal, después de ponerse unos guantes de látex, se acercó a una mesa y, con delicadeza, tomó una bolsa plástica transparente rotulada, creo que decía “evidencia”, la abrió con sumo cuidado. Al extraerla pude ver que era un puñal, que más que puñal tenía aspecto de Katana. Interiormente pensaba “estos sí que están enfermos, jamás en mi vida había visto, ni menos portado tamaña arma y si alguna vez la hubiese tomado, con mis propias manos, lo más probable es que hubiese temblado completamente”. De pronto la levantó – en ese momento escuché exclamaciones de las personas que observaban el juicio – la levantó, la puso en forma vertical, posteriormente en forma horizontal, pude observar su elevación, planta y perfil. De pronto, cómo en un estallido de ira, me miró fijamente y me preguntó: 

- ¿Qué es esto? 

Recordé, en ese momento, al filósofo y matemático francés René Descartes (1596 – 1650), quién en su obra “El discurso del método “, planteaba la “duda”, basado en que muchas veces somos engañados por los sentidos, por lo tanto estamos expuestos a caer en el error. En consecuencia el resultado de la duda es “Pienso, luego existo” sentencia que proviene del latín “Cogito Ergo Sum”. Tal vez por la rabia que percibía en mi interior - como si toda la ira del mundo se hubiese concentrado en el fiscal - Y, por otro lado, el malestar provocado por el hecho de estar ante una multitud a lo cual no estaba acostumbrado, sin pensarlo y, quizá con el ánimo de dejar en ridículo al fiscal, respondí: 

- ¡Una cuchara! 

        Se escuchó una estrepitosa carcajada en el auditorio, la cual fue acallada inmediatamente por un fuerte golpe sobre la mesa provocado por el anciano Juez. Observé la reacción del terrible galgo, había quedado como en transe, con sus ojos salidos de sus órbitas y con el rostro totalmente enrojecido, incluso abarcando sus orejas, en las cuales más se destacaba su roja furia. Ya sin tener a qué recurrir en ese momento, quedó en silencio por un breve tiempo y expresó: 

- Vuelvo a realizar la pregunta, ¿Qué ve usted en mis manos? 

- Una cuchara, respondí nuevamente. Esta vez todo silencio. Creándose una atmósfera de expectación en el público. Mientras el fiscal me observaba con una mezcla de incredulidad e ira, manifesté. 

- Cogito Ergo Sum.

Todos s e miraban con una expresión que reflejaba no entender o, probablemente, pensaban éste está totalmente loco. 

        Seguido a mi afirmación les expresé, quizá con el ánimo de provocar a todo el tribunal, lo siguiente: La justicia es tuerta, un ojo bien abierto con los débiles, los pobres y desamparados, y el otro bien cerrado, sellado, lacrado con los ricos y poderosos. 

        Se produjo un silencio en el auditórium. Quizá eso provocó en mí una nueva reacción, un delirio, lo que en la jerga psiquiátrica se denomina psicosis. Comencé a ver y escuchar moscas, me parece que eran moscos azules. Observaba aterrado, entre fuertes dolores de cabeza y estallidos en mis oídos, cómo la sala se plagaba de esos insectos, cubrí mis oídos con mis manos con la finalidad de no escuchar el ensordecedor zumbido que me hacía enloquecer. Recuerdo que le grité a mi abogado defensor ¡las moscas!, ¡las moscas! El abogado defensor se puso de pie rápidamente, se acercó a la mesa del juez y le habló algo que yo no entendí, no estoy seguro, pero creo que fue así. Alcancé escuchar unos movimientos rápidos en la sala y, hasta ahí es lo que recuerdo. Lo más probable es que haya perdido la consciencia. 

        Desperté nuevamente en el manicomio, con una aguja insertada en la muñeca de mi mano derecha y unos aparatos entregándome oxígeno. Ya me sentía mejor, cuando pasó el doctor haciendo su visita. Ya estás recuperado, me manifestó. ¿Qué paso con mi abogado?, le inquirí. Mañana vendrá a conversar con usted nuevamente, me respondió. Al día siguiente – después de una noche tranquila – me pusieron nuevamente ante mi abogado defensor. 

- ¿Cómo se siente? 

- Bien, respondí. 

        Llegué a la convicción de que mi abogado defensor estaba coludido con el psiquiatra y el fiscal con la finalidad de que me condenaran injustamente. La razón no la sabía, pero estaba seguro de que había una connivencia entre ellos. Más aún cuando recordaba que mi abogado defensor jamás abrió la boca mientras me enjuiciaban ni siquiera para decir “protesto su señoría”, como había visto en los procesos por televisión. 

De pronto exclamé con un grito eufórico: 

¡El disulfiramo!

Continuará........
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miércoles, 8 de junio de 2011

El orate (Capítulo (III)




El orate (Capítulo III) 

          Entré en un estado de stress generalizado, el doctor y el paramédico se levantaron rápidamente de sus respectivos asientos y me tomaron los signos vitales, es decir; pulso, latidos cardíacos, presión arterial. Posteriormente me trasladaron en una camilla rápidamente y me inyectaron. Sentí un profundo sueño y me dormí. Desperté no sé después de cuánto tiempo. Tenía inyectada una aguja en mi brazo la cual se conectaba a su vez a un mecanismo que, entre otras cosas, llevaba colgada una bolsa con suero, el cual llegaba a mis venas por medio de unos tubos plásticos. En mis fosas nasales entraba un tubo por cada una de ella, las cuales – probablemente - me entregaban oxígeno. De a poco comencé nuevamente a recordar la pesadilla, me brotaron desesperadamente unos terribles deseos de gritar pidiendo la presencia del abogado, pero no me salía la voz, era como una pesadilla. Al cabo de un rato, me volvieron a inyectar y, por ende, volví a quedarme dormido. 

          No sé cuánto tiempo pasaría pero ya percibía un mejor ánimo en mi estado general y mental, incluso, diría yo, un poco de felicidad, cosa que no había vivido desde hace muchos años. El psiquiatra me visitó en mi lecho de enfermo y me comentó que estaba en excelentes condiciones. Era como si hubiese consumido alguna droga ilícita, ya sea marihuana hachís, peyote, cocaína, pasta base – drogas que nunca he utilizado – pero por lo que he leído y visto en televisión y cine, producen – supuestamente – las sensaciones extremadamente eufóricas en que me encontraba en ese momento. De pronto recordé que existen medicamentos que administran a enfermos terminales con la finalidad de aliviar el dolor, los cuales sé que son a base de opio. Probablemente ese medicamento me hubiese aplicado el doctor. ¿Condiciones para qué?, pregunté rápidamente. Me explicó que tendría que darme valor ya que el abogado necesitaba nuevamente conversar conmigo, por mi “caso”. Estaba ansioso por conversar con él, pues tenía la certeza de que yo no había asesinado a la doctora, incluso no tengo antecedentes penales que pudieran, potencialmente, ser utilizados en mi contra. 

          Por fin llegó el abogado. La misma situación anterior – un Deja Vu – el doctor y el paramédico sentados a mi lado, a uno de los lados una bandeja metálica, las cuales contenían instrumentos médicos como jeringas, termómetros, oftalmoscopios y otros aparatos más, que en ese momento no pude identificar, pues en ese preciso instante golpearon la puerta de la clínica, era el abogado. Saludó, dejó su maletín sobre la mesa y se dirigió a mí. 

- Necesito que continuemos hablando del 
  caso, me dijo. Extrajo unos documentos 
  de su  maletín, los puso frente mí y me 
  dijo:  lea. Todos eran recortes de 
  diversos  diarios que hablaban del caso. 
  Al  leerlos, con más detenimiento, descubrí 
  que  el hecho había provocado una 
  conmoción  nacional. Por otro lado pude 
  sacar por conclusión que todos los 
  artículos  periodísticos me 
  condenaban. Algunos  diarios 
  titulaban “Psicópata asesinó a la
  doctora”,  “Asesino mató sin piedad a 
  la doctora”, “Indignación nacional por 
  alevoso asesinato de psiquiatra en 
  consultorio de salud mental, supuestamente 
  el asesino está en tratamiento en un 
  hospital  psiquiátrico”, “El país exige 
  justicia”, etcétera. 

- Cuál es su opinión, me preguntó. 

- Por lo que pude leer, existe una 
  gran  desinformación en la “información” 
  que usted me muestra, por lo demás 
  son opiniones periodísticas que no 
  tienen  relevancia legal, los procesos 
  se ventilan en los tribunales y no en la 
  prensa  sensacionalista, 
  respondí  tranquilamente. 

- Pero usted asesinó a la psiquiatra espetó. 

- No he conocido ningún caso, por lo 
  menos hasta el momento, en que una 
  persona fallezca a raíz de un puntapié en 
  su canilla, contesté. 

- Bien, dijo el abogado, yo fui contratado 
  para defenderlo y, por lo tanto, quiero 
  que hablemos con sinceridad, pues es la 
  única forma de que pueda llevar su causa 
  a buen término. Por otro lado, dijo, tiene 
  que confiar plenamente en mí y eso 
  significa que debe contarme los más 
  mínimos  detalles. Primeramente le 
  preguntaré  algo directamente, ¿mató usted 
  a la doctora? 

- No, respondí rápidamente – con la certeza 
  del que está diciendo la verdad. 

- Todas las pruebas que existen, hasta 
  el momento, apuntan a usted. 

- Si sus pruebas son las noticias y los 
  reportajes que aparecen en los diarios 
  y televisión – como veo que usted lo 
  está haciendo – es obvio que usted llegue a 
  esa conclusión. 

- ¡No se trata de eso!, respondió mi 
  abogado alterado, rojo de ira. ¡Las pruebas 
  de las cuales yo le hablo están todas en 
  la justicia y en las manos de la fiscalía! 
  El  doctor lo llevó a otra sala, conversaron 
  un momento – supuestamente – y cuando 
  volvió se había borrado de su rostro 
  esa expresión de indignación. Incluso 
  lo encontré más sonriente y relajado. 

- Continuemos, dijo. - La doctora falleció de 
  una puñalada que usted le propinó en el 
  pecho con un facón. 

- ¿Por qué dice “que usted le propinó”? 

- Porque todas las pistas apuntan a que usted 
  fue quién la asesinó, además hay testigos. 

- Usted me pidió que dijera la verdad. Bien, 
  le diré la verdad “YO NO LA A-SE-SI-NÉ”. Y 
  en cuanto a los testigos, eso lo veremos, 
  pues  se podrá percatar usted que 
  se derrumbarán, como castillo de naipes, 
  todos los argumentos de la fiscalía. 

- Bien – dijo satisfecho – el lunes nos vemos a 
  las 9:00 horas en la Corte. 

- Ningún problema, repliqué serenamente. 

          Volví nuevamente a mi cama, me recosté relajado y tranquilo después de la conversación con mi abogado. Comencé a recorrer mentalmente todo lo sucedido. En lo que quedé pensando fue en la conversación entre el psiquiatra y mi abogado. Comenzó a pasar por mi mente la idea de un complot o, probablemente, en una confabulación entre el doctor, mi abogado defensor, la fiscalía y quien sabe quien más con la finalidad de encubrir al real asesino de la doctora. Estaba totalmente convencido de que yo no había sido la persona que cometió aquel vil y cobarde acto. Jamás lo he hecho ni lo haré. 

          Por otro lado, recordé que se habían realizado procesos contra unas personas (indianos, mapuche), los cuales habían atacado - a balazos - en una carretera, a una comitiva, en la cual trasladaban a un fiscal quien se encontraba investigando la quema de maquinaria y algunos galpones de una empresa que se había instalado en territorios que pertenecían ancestralmente a éstos. Esta empresa se dedica a talar árboles milenarios en sus terrenos los que seguidamente utilizan para elaborar madera que posteriormente la venden a las empresas constructoras. Ni el fiscal ni miembros de la comitiva fueron heridos en el ataque. La ira que originó en los indígenas contra el fiscal se originó a raíz de que éste ordenaba hacer verdaderas razzias en los asentamientos mapuche, utilizando para esto a la policía e investigaciones (policías de civil) quienes, sin piedad entraban a sus casas, sin respetar a ancianos y niños, destruyendo lo poco y nada que tienen, como si por ahí hubiese pasado un tornado – todo ello, por supuesto – aprovechando la noche con el fin de encontrar a los presuntos “extremistas”. 

          Detuvieron a los “presuntos” extremistas a los cuales llevaron a juicio. El proceso que se les siguió – fue un verdadero proceso kafkiano – pues para acusarlos - los fiscales utilizaron “testigos sin rostro”, es decir estos testigos entraban encapuchados al tribunal, los ubicaban detrás de un biombo para no ser vistos por los procesados y, a las preguntas de los fiscales, estos respondían con la voz distorsionada por los micrófonos que ya tenían predispuestos. Entonces me pregunto; ¿no serían estos “testigos sin rostro” un fiscal, el presidente de la Corte Suprema y de Apelaciones o, probablemente los generales de las cuatro ramas de las fuerzas armadas? Por esa razón hoy en día los acusados están en huelga de hambre con la finalidad de presionar a la justicia de que se realice un nuevo juicio, pero un verdadero juicio. Los presuntos extremistas fueron condenados a veinticinco o treinta años. Y conste que no hubo ninguna persona fallecida. 

          Llegó el día lunes, fecha en la cual estaba prevista la audiencia donde se vería mi caso. Por la mañana temprano comenzaron los preparativos. Hubo llamadas telefónicas y comunicaciones por radio, pero yo no alcancé a desentrañar de qué se trataban, aunque lo sospechaba. Cerca de las 08:00 horas de la mañana, entraron cuatro gendarmes quienes me esposaron de pies y manos. Primera vez en mi vida que me vía en tal situación. Me sacaron del hospital psiquiátrico y me subieron a un carro celular, escoltado no solamente por los gendarmes, sino también por la policía quienes se movilizaban en sus vehículos. 

          Comenzó el avance por la ciudad con gran bullicio, debido a que los autos policiales hacían sonar sus sirenas. Después de un largo rato los vehículos se detuvieron – al parecer habían llegado a los tribunales – conste que yo no tenía visión a raíz de que el vehículo era completamente hermético. Pude darme cuenta que el conductor de la camioneta que me trasladaba comenzó a hacer maniobras con el vehículo quizá para prepararse para mi descenso y así poder entrar al palacio de justicia. Mientras se estaba deteniendo y hacía maniobras escuchaba golpes y piedrazos los cuales impactaban en el vehículo que me trasladaba. Pude percibir gritos de la multitud que se había apostado a la entrada. Escuché que gritaban a viva voz ¡asesino!, ¡psicópata!, ¡loco!, ¡cobarde!, ¡mátenlo!, ¡enciérrenlo de por vida!, ¡cadena perpetua! y otros calificativas que yo no alcanzaba a entender. 

          Abrieron la puerta del carro celular, había una multitud, la cual se agolpó sobre mí, pero afortunadamente fueron controlados por la policía. Aún así continuaban vociferando, incluso me llegaron algunos escupos en el rostro. Un periodista logró romper el cordón policial y, cuando avanzando hacia los tribunales – lentamente debido a que me llevaban esposado de pies y manos y con un gendarme a cada lado, los cuales me llevaban del brazo, y no precisamente como muestra de cariño, me preguntó: ¿usted mató a la doctora? le alcancé a contestar, de pasada: “No hablo con periodistas de esta prensa infame”. Entré por fin al temible tribunal, los gendarmes se detuvieron en un pasillo a la entrada de una puerta de la audiencia a esperar la llamada. Después de un largo tiempo, escuche que decían: 

¡Que pase el acusado! 

Continuará……..
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lunes, 2 de mayo de 2011

El orate (Capítulo II)

El orate ( Capítulo II)


Estando aún en el psiquiátrico, me llevaron dos personas vestidas de blanco a una oficina. – “Tome asiento y espere” - me dijeron. Era la consulta del psiquiatra. Esperé unos minutos al cabo de los cuales llegó acompañado de dos guardias. Me hizo tomar asiento, él se sentó tras su escritorio, mientras los guardias se quedaron vigilando la entrada. Caminaban lentamente sin hacer ruido, pero yo escuchaba sus pasos. “Me sorprendió que el profesional se hiciera acompañar por guardias, pero asumí que la razón era la conducta violenta con que había actuado en el consultorio”. 

- Bien, manifestó el profesional, veo que usted está un poco más recuperado. 

- Sí, contesté, aunque aún me siento un poco mareado y desorientado a raíz de la situación que he debido enfrentar y probablemente por el efecto de los medicamentos. 

- Ese malestar será pasajero, paulatinamente irá retomando la normalidad, así es que no se preocupe. 

- Gracias doctor, respondí.

El médico era una persona – de acuerdo a lo que yo percibía – bastante empática, lo que hacía que depositara toda mi confianza en él. Me observó un momento con esa forma que tienen ellos de escrutar al paciente y que ya conozco por años, hasta que lanzó un comentario que me hizo estremecer. 

- Mañana a las 14:00 horas vendrá un abogado a conversar con usted. 

“Comenzaron mis jaquecas, dolores de estómago y temblores en todo mi cuerpo y, aparentemente, mi rostro empalideció pues el doctor me manifestó que me relajara. Por mi mente pasaban ideas como saetas en distintas direcciones que más me desorientaban, intentaba atrapar por lo menos una, para así asirme de ella y entrar en la cordura, pero era imposible, mientras más intentaba encontrar una explicación a la sentencia del doctor, más confuso era todo. ¿Por qué un abogado?, me preguntaba ¿Tan grave fue la situación como para que haya tenido que llegar a la justicia? No encontraba respuesta”. 

Ya vencido por la incertidumbre, le grité al médico: 

- ¡Por qué un abogado desea conversar conmigo! 

- Eso no lo sé, contestó. Pero tienes que estar preparado para todo. 

Esa noche casi no dormí, a pesar de los medicamentos y las inyecciones que me aplicaron las enfermeras. Deseaba salir luego de la incertidumbre, la noche se hizo interminable. Y como si con esto no bastara, pendían sobre mí las palabras de mi esposa quien me había manifestado que en cuanto estuviera de alta se separaría de mí. Menos dormía. Con la finalidad de espantar un poco la incertidumbre, comencé a pasearme mentalmente por mi niñez. Recordaba los días de escuela, de mis ex compañeros de curso y profesores. La pobreza, el hambre, el padre que nunca tuve, mis hermanos – quienes son todos profesionales hoy en día – pero en lo que me planté fue en el hambre, que fue la que más me marcó. 

Recuerdo las miserias en mi niñez, producto de la pobreza y el hecho de no haber tenido un padre que nos sustentara económicamente y nos ofrendara su amor. Siempre le temí a mi destino, estaba convencido de que mi sino era morir de frío, hambre y alcoholizado en alguna calle solitaria o bajo algún siniestro puente ante la mirada indiferente de la gente de bien, como ocurrió con mi padre, aún me atemoriza esa situación. Cómo me gustaría verlo hoy día, cómo correría a abrazarlo, a entregarle mi amor, a protegerlo, sacarlo de la miseria en que estaba, extirpar de raíz ese perverso alcoholismo que lo destruyó. En cada hombre que encuentro tirado en la calle – producto de una borrachera – veo a mi padre. Si alguna de esas personas me pide dinero se lo doy gustosamente, aunque sea la última moneda que me quede en el bolsillo, pues en todos ellos veo reflejado a mi progenitor. No siento remordimiento en mi consciencia cuando comparto un poco de dinero con estas personas, todo lo contrario, me voy satisfecho pues sé que nadie está libre de caer en esas precarias situaciones. No solamente mi actitud es con las persona alcohólicas, sino que también con cualquier desamparado que pide ayuda, eso me lo enseñó mi madre, quien era una persona muy creyente. Si hubiese estado él, probablemente las cosas hoy serían diferentes, pero no fue así. Nunca lo conocí. 

Mi madre trabajaba sin descanso, éramos seis hermanos, todos pequeños cuando mi padre se fue. Pero ella asumió estoicamente la realidad y, decidida a criar a sus hijos, tomó las riendas del hogar. Ella, por su precaria instrucción, trabajaba de asesora del hogar. No tenía horario pues laboraba de sol a sol. Qué alegría sentíamos cuando, sentado junto a mis hermanos en el rellano de la escalera, de la entrada principal de nuestro hogar, la veíamos asomar en una esquina, caminando rápidamente con una bolsa en la mano. Habíamos estado sin comer toda la jornada. Llegaba con optimismo, a pesar de la dura jornada, nos abrazaba y nos repartía un trozo de pan a cada uno. Nosotros no lo comíamos, lo engullíamos como si fuésemos leones hambrientos devorando a su presa. 

Todos estudiábamos con mucho esfuerzo, era duro estudiar con el vientre vacío. Pero aún así, y haciendo grandes sacrificios, cumplíamos diariamente con nuestros deberes escolares. Mi madre, con la finalidad de que nosotros no abandonáramos nuestros deberes de estudiantes, los fines de semana trabajaba como lavandera. Los sábados en la tarde y los días domingo, los pasaba inclinada, ya con la espalda curvada, sobre una vieja artesa de madera lavando ropa ajena restregándola sobre una tabla con una escobilla de esparto. Posteriormente la tendía al sol y, una vez seca, la planchaba. Por ese sacrificado trabajo recibía un miserable dinero con el cual sólo alcanzaba para comprar un poco de pan. Cuando el dinero nos permitía comprar mantequilla, era una verdadera fiesta, un banquete. Pero no se agotaba, era como si un ser superior la proveyera de fuerzas, coraje, valentía y alegría para continuar sacrificándose por sus hijos. 

Esa fuerza y coraje eran compensados con los frutos de nuestros estudios. En efecto, la constancia con que nos dedicábamos a nuestros deberes de estudiantes y las buenas calificaciones que obteníamos en el colegio, era el más grande regalo que ella recibía al finalizar cada año de estudios. Cuando llegaban las vacaciones de fin de año, nos dedicábamos a trabajar, ya sea cortando pasto en casas vecinas, picando leña o, como niñeras mis hermanas, con lo cual la vida se nos hacía un poco más llevadera, por lo menos por unas cuantas semanas. Obviamente no jugábamos al igual que los otros niños, para nosotros no hubo infancia. Probablemente ahí se originaron mis problemas de salud. 

Al fin llegaron las 14:00 horas. Debí esperar media hora más al abogado. Me llevaron a una sala. Se sentaron a mi lado el médico y un paramédico. Más me angustié, pues pensé que el asunto sería más grave de lo que me esperaba. Tocaron la puerta, abrieron y entró un hombre vestido formalmente, me saludó y me dijo. 

- ¿Usted es Seiken Keikopura? 
- Sí señor, respondí. 
- Mi nombre es Roberto González y el Estado me ha designado para su defensa. 
- ¿Y de qué me defenderá? 
- Del proceso que se está iniciando contra usted. 
- ¿Se refiere al problema que tuve en el consultorio de salud mental? 
- Sí. 
- Pero, ¿tan grave es? Le pregunté con una voz que ya casi no me salía y mientras transpiraba entero. 
- Sí señor, es grave. 
- ¿Qué sucedió? 
- La doctora falleció producto de las estocadas que usted le propinó en su cuerpo. 
- Pero….

Continuará....
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domingo, 1 de mayo de 2011

El orate (Capítulo I)


El orate (Capítulo I)

El policía - sentado en su silla - detrás del escritorio, se dirigió a mí con una mirada indiferente y dura a la vez:
      
       -   ¿Cuál es tu nombre?
       -   Seiken Keikopura.
       -   ¿Seiken Keikopura?
       -   Sí, señor.
       -   ¡No me digas señor, soy Teniente de 
           policía!.       
       -   Sí, teniente.
       -   ¡”Mi” teniente, debes decirme!
       -   Sí, “mi” teniente.
       -   ¿Qué clase de nombre es ese?
       -   Indiano, mi teniente
       -   ¡Indígena querrás decir!
       -   Como usted diga mi teniente.
       -   ¡No “como yo diga”, así es!
       -   Sí, mi teniente.
       -   ¡O sea, eres mapuche!
       -   Si, y a mucha honra mi teniente.
       -   ¿Cómo puedes hablar de
           honra si ustedes son todos flojos,
           borrachos y ladrones?
       -   ¡Igual que usted mi teniente!
               
                Me lanzó un golpe con las palmas de sus manos en mis orejas, lo que me dejó escuchando un fuerte zumbido el cual fue disminuyendo poco a poco. Me dolió, sí – lo reconozco – pero más me dolió la forma rastrera y alevosa con que me lanzó el golpe. Me sentí impotente.

El teniente era alto, caucásico, cabello rubio, ojos verdes y tenía una mirada severa y despectiva que estaban a la altura de sus características físicas.
       
       -   ¡Tu cédula de identidad!
       -   No la tengo, mi teniente.
       -   ¿Por qué no la portas si sabes que 
           todos debemos llevarla en 
           todo momento?
       -   Se me extravió, mi teniente, junto 
           con mi porta documentos.
       -   ¡Díctame tu número de identidad!
       -   No lo recuerdo, mi teniente.
       -   ¡Cómo que no lo recuerdas, hasta 
           un imbécil se lo sabe!

“El trato del policía me estaba haciendo sentir como el más miserable de los miserables. Por un momento estuve a un paso de lanzarme encima y golpearlo, pero me contuve pues con eso agravaría más la situación más aún si había dos guardias a su lado”.
      
       -   ¿Por qué estás detenido?
       -   No lo sé mi teniente
       -   Pues bien, si no lo sabes, 
           yo te  refrescaré la memoria: 
           por haber atacado a una doctora en
           un consultorio de salud mental 
           con graves consecuencias.
       -   Probablemente, mi teniente.
                
        Los dos policías que lo acompañaban me tomaron de los brazos fuertemente empujándome  hacia una celda de la comisaría, caí de bruces, me levanté y me quedé observando las paredes y los barrotes como un león enjaulado.
       
       -   ¡Siéntate ahí y espera!

De pronto escuché la sirena de una ambulancia que transitaba a gran velocidad. Percibí que el vehículo se detuvo bruscamente en la comisaría donde yo me encontraba. Entraron cuatro hombres vestidos de blanco, los cuales portaban una camilla y un bolso con ropas, colgado de sus hombros.
      
      -   ¿Dónde está el detenido, mi teniente?
      -   En esa celda, respondió el policía.

Abrieron la celda, entraron los paramédicos, resistí inútilmente hasta el último momento, pero entre los cuatro hombres vestidos de blanco lograron doblegar mi cuerpo y mi espíritu, me ingresaron a la ambulancia y me ataron a la camilla. Notaba que la ambulancia avanza raudamente por las calles de la ciudad abriéndose paso con el ruido de su sirena. Se detuvo repentinamente y abrieron las puertas del vehículo de urgencia. En ese momento comencé a recordar vagamente – como quien viene despertando de un sueño – lo que había sucedido. Bien, pensé, ya habrá tiempo para recordar con serenidad. Me sentía derrotado, humillado, sin deseos de vivir, por mi mente pasaban ideas veloces y confusas, como sucede en las grandes ciudades donde se produce un gran tráfico de vehículos, la diferencia era que en mi mente no habían letreros ni semáforos que me ayudaran a ordenar esas ideas, que más que ideas se asemejaban a un caos mental, a un ir y venir de pensamientos inconexos.

Me bajaron de la ambulancia en la camilla e ingresamos al hospital. Comenzaron a desplazarme por unos siniestros pasillos. Transitaban por los corredores personas que me observaban de soslayo, ora con curiosidad, ora con tristeza, ora con indiferencia. Avanzamos largos minutos, que para mí eran eternos. A medida que la camilla peregrinaba por los pasadizos, las personas que circulaban se iban transformando en monstruos, cuyos rostros – en forma tétrica – se alternaban en figuras aleatorias, cual si estuviera en el cine sufriendo con una espantosa película de terror. Finalmente llegamos a una sala dónde habían hombres y mujeres con delantal blanco. Los paramédicos me desataron de la camilla con el fin de trasladarme a una cama, que ya estaba preparada para tal situación. Al tratar de trasladarme intenté deshacerme de los trabajadores que con fuerza e insistencia procuraban llevarme a la cama del hospital, como era tanta la resistencia que yo oponía, entre varios lograron ponerme una camisa de fuerza con la cual lograron inmovilizarme de píes y de manos. Una vez controlado, me trasladaron a la cama. El doctor dio una orden que, por lo que alcancé a escuchar, era que me inyecten 5mg de no sé qué medicamento. A pesar de mi oposición lograron inyectármelo.

Inmediatamente comencé a experimentar un mareo y un desánimo generalizado. Trataba de aferrarme desesperadamente a la lucidez, pero el efecto del medicamento era tan poderoso, que me comenzaba a doblegar física y mentalmente. Aún así seguía insistiendo en no dormirme, pues temía que una vez dormido tendría terroríficas pesadillas. Movía las manos, los pies y la cabeza a pesar de estar inmovilizado con la camisa de fuerza. Ellos me observaban, como divirtiéndose. Por mi mente pasaban ideas espantosas que, quizá por el efecto del medicamento se iban aclarando. Notaba que el odio iba aumentando; odio a los médicos; odio al hospital; odio a los medicamentos y, probablemente, odio a toda la humanidad. El médico ordenó inyectarme una segunda dosis, que yo, resignado, sentía como circulaba por mis venas y arterias hasta llegar a mi cerebro. Perdí la consciencia.

Al día siguiente desperté, bueno, no puedo saber si fueron dos días después, una semana o ya había pasado un mes. Pero estaba recobrando paulatinamente la lucidez. Frente a mí – yo acostado en mi cama aún con la camisa de fuerza ceñida a mi cuerpo – la cual me tenía inmóvil, había un hombre con delantal blanco que por su aspecto imponente yo presumí que era un médico. Cómo se siente, preguntó. Bien, respondí. Bueno, expresó, estos últimos tiempos usted ha experimentado conductas violentas – y esa es la razón por la cual está internado en este hospital psiquiátrico – por lo que el objetivo del tratamiento es poder controlar esos brotes de violencia y, por lo tanto, usted quedará internado hasta que supere dichos síntomas, hasta luego. ¡Doctor!, ¡doctor! grité con fuerza, pero éste – como si hubiese ladrado un perro – hizo caso omiso y se marchó. Mi intención era averiguar cuánto tiempo estaría en el psiquiátrico y si mi familia conocía mi situación, pero me quedé con las interrogantes.  Comencé a observar detenidamente toda la sala, en especial a los pacientes que ahí había. Todos se encontraban en estado de semiinconsciencia, uno de los pacientes – y que fue el que más me llamó la atención – inclinaba constantemente su tronco y cabeza en forma vertical emitiendo unas palabras ininteligibles, como si estuviera recitando versículos del Corán, libro sagrado de la religión musulmana.   

Ya un poco más sereno, comencé a mirar en retrospectiva lo que me tiene hospitalizado  en psiquiatría. Hace ya varios años que estoy en tratamiento en el sistema público de salud, pero estos dos últimos años – dos mil diez y parte del dos mil once – la entrega de medicamentos que tienen por objetivo controlar mi enfermedad, ha sido deficitaria. En efecto, me dan (cuando hay) para tres o cuatro días, a lo más para una semana, lo que provoca en mí una angustia, no sólo por la falta de medicamentos en el consultorio, sino también por la falta de estos en mi organismo. Debo manifestar también que la ausencia brusca de medicamentos en mi sistema circulatorio – y esto le sucede a la gran mayoría de los pacientes – produce una fuerte descompensación, provocando que se manifiesten con más fuerza los síntomas de la enfermedad. En estas circunstancias – o sea totalmente descompensado – llegué al consultorio a retirar mi dosis como se habían comprometido a entregarme una semana antes. Cuando arribé al consultorio conversé con la paramédico solicitándole mis drogas  y además le indiqué que habían dos recetas pendientes. Me respondió que no había y que tenía que esperar otra semana. Le expresé que los necesitaba urgente y tenían que entregármelos, pues ya llevaba más de una semana sin ellos y esta situación estaba provocando serias fisuras en mi matrimonio y, por ende, en mi familia. Me explicó que tenía que conversar con la coordinadora, pero que la esperara unos minutos. Ya habiendo llegado la coordinadora me hicieron pasar a su oficina. La coordinadora – que era doctora – me expresó cortésmente: cuénteme cuál es su problema, a lo cual le respondí: cuénteme usted cuál es el problema que les origina la falta de medicamentos. Me explicó que no había dineros suficientes para comprar los medicamentos. Me levanté de mi asiento y le dije: los necesito inmediatamente. Me respondió tome asiento, de lo contrario no podremos seguir conversando. Ahí fue cuando le lancé un puntapiés en su canilla y en otras partes de su cuerpo, de un manotazo tiré lo que había en el escritorio, incluyendo unos computadores, mientras les gritaba que eran unos insensibles y desgraciados. Tras un grito de la doctora y, tal vez, por el ruido que se produjo debido al escándalo que se armó, llamó a los guardias, estos me sujetaron fuertemente llamaron a la policía y aquí estoy, en el manicomio, por mendigar mis píldoras.

 Hoy he salido al patio – es un espectáculo dantesco – los enfermos caminan (caminamos) sin rumbo fijo con la mirada perdida en el vacío, inclinados como buscando algún objeto extraviado, algunos riendo sin razón alguna, otros alzando y bajando los brazos por largos instantes, estos conversando temas inentendibles, como un monólogo, se ven también enfermos que golpean las paredes de hormigón constantemente hasta hacer sangrar sus manos. Más me enfermo. Avisan que hoy es día de visita, ni me lo esperaba. Aún aturdido espero con ansiedad a mi esposa e hijos.

Llega la hora, entran personas observando con extrañeza y recelo el espectáculo. De pronto diviso a mi señora, quien al verme se le caen las lágrimas, pero trata de disimular – lo que no consigue- nos acercamos a un locutorio, por ende no hay un contacto físico. Me pregunta cómo he estado, le respondo que bien y que lo único que deseo es salir pronto de psiquiatría. Ella me promete que rápidamente me traerá algunos artículos de aseo y que cuando salga de alta hará los trámites con un abogado para separarse de mí.

Deseo morir en el manicomio.

Continuará………