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lunes, 2 de mayo de 2011

El orate (Capítulo II)

El orate ( Capítulo II)


Estando aún en el psiquiátrico, me llevaron dos personas vestidas de blanco a una oficina. – “Tome asiento y espere” - me dijeron. Era la consulta del psiquiatra. Esperé unos minutos al cabo de los cuales llegó acompañado de dos guardias. Me hizo tomar asiento, él se sentó tras su escritorio, mientras los guardias se quedaron vigilando la entrada. Caminaban lentamente sin hacer ruido, pero yo escuchaba sus pasos. “Me sorprendió que el profesional se hiciera acompañar por guardias, pero asumí que la razón era la conducta violenta con que había actuado en el consultorio”. 

- Bien, manifestó el profesional, veo que usted está un poco más recuperado. 

- Sí, contesté, aunque aún me siento un poco mareado y desorientado a raíz de la situación que he debido enfrentar y probablemente por el efecto de los medicamentos. 

- Ese malestar será pasajero, paulatinamente irá retomando la normalidad, así es que no se preocupe. 

- Gracias doctor, respondí.

El médico era una persona – de acuerdo a lo que yo percibía – bastante empática, lo que hacía que depositara toda mi confianza en él. Me observó un momento con esa forma que tienen ellos de escrutar al paciente y que ya conozco por años, hasta que lanzó un comentario que me hizo estremecer. 

- Mañana a las 14:00 horas vendrá un abogado a conversar con usted. 

“Comenzaron mis jaquecas, dolores de estómago y temblores en todo mi cuerpo y, aparentemente, mi rostro empalideció pues el doctor me manifestó que me relajara. Por mi mente pasaban ideas como saetas en distintas direcciones que más me desorientaban, intentaba atrapar por lo menos una, para así asirme de ella y entrar en la cordura, pero era imposible, mientras más intentaba encontrar una explicación a la sentencia del doctor, más confuso era todo. ¿Por qué un abogado?, me preguntaba ¿Tan grave fue la situación como para que haya tenido que llegar a la justicia? No encontraba respuesta”. 

Ya vencido por la incertidumbre, le grité al médico: 

- ¡Por qué un abogado desea conversar conmigo! 

- Eso no lo sé, contestó. Pero tienes que estar preparado para todo. 

Esa noche casi no dormí, a pesar de los medicamentos y las inyecciones que me aplicaron las enfermeras. Deseaba salir luego de la incertidumbre, la noche se hizo interminable. Y como si con esto no bastara, pendían sobre mí las palabras de mi esposa quien me había manifestado que en cuanto estuviera de alta se separaría de mí. Menos dormía. Con la finalidad de espantar un poco la incertidumbre, comencé a pasearme mentalmente por mi niñez. Recordaba los días de escuela, de mis ex compañeros de curso y profesores. La pobreza, el hambre, el padre que nunca tuve, mis hermanos – quienes son todos profesionales hoy en día – pero en lo que me planté fue en el hambre, que fue la que más me marcó. 

Recuerdo las miserias en mi niñez, producto de la pobreza y el hecho de no haber tenido un padre que nos sustentara económicamente y nos ofrendara su amor. Siempre le temí a mi destino, estaba convencido de que mi sino era morir de frío, hambre y alcoholizado en alguna calle solitaria o bajo algún siniestro puente ante la mirada indiferente de la gente de bien, como ocurrió con mi padre, aún me atemoriza esa situación. Cómo me gustaría verlo hoy día, cómo correría a abrazarlo, a entregarle mi amor, a protegerlo, sacarlo de la miseria en que estaba, extirpar de raíz ese perverso alcoholismo que lo destruyó. En cada hombre que encuentro tirado en la calle – producto de una borrachera – veo a mi padre. Si alguna de esas personas me pide dinero se lo doy gustosamente, aunque sea la última moneda que me quede en el bolsillo, pues en todos ellos veo reflejado a mi progenitor. No siento remordimiento en mi consciencia cuando comparto un poco de dinero con estas personas, todo lo contrario, me voy satisfecho pues sé que nadie está libre de caer en esas precarias situaciones. No solamente mi actitud es con las persona alcohólicas, sino que también con cualquier desamparado que pide ayuda, eso me lo enseñó mi madre, quien era una persona muy creyente. Si hubiese estado él, probablemente las cosas hoy serían diferentes, pero no fue así. Nunca lo conocí. 

Mi madre trabajaba sin descanso, éramos seis hermanos, todos pequeños cuando mi padre se fue. Pero ella asumió estoicamente la realidad y, decidida a criar a sus hijos, tomó las riendas del hogar. Ella, por su precaria instrucción, trabajaba de asesora del hogar. No tenía horario pues laboraba de sol a sol. Qué alegría sentíamos cuando, sentado junto a mis hermanos en el rellano de la escalera, de la entrada principal de nuestro hogar, la veíamos asomar en una esquina, caminando rápidamente con una bolsa en la mano. Habíamos estado sin comer toda la jornada. Llegaba con optimismo, a pesar de la dura jornada, nos abrazaba y nos repartía un trozo de pan a cada uno. Nosotros no lo comíamos, lo engullíamos como si fuésemos leones hambrientos devorando a su presa. 

Todos estudiábamos con mucho esfuerzo, era duro estudiar con el vientre vacío. Pero aún así, y haciendo grandes sacrificios, cumplíamos diariamente con nuestros deberes escolares. Mi madre, con la finalidad de que nosotros no abandonáramos nuestros deberes de estudiantes, los fines de semana trabajaba como lavandera. Los sábados en la tarde y los días domingo, los pasaba inclinada, ya con la espalda curvada, sobre una vieja artesa de madera lavando ropa ajena restregándola sobre una tabla con una escobilla de esparto. Posteriormente la tendía al sol y, una vez seca, la planchaba. Por ese sacrificado trabajo recibía un miserable dinero con el cual sólo alcanzaba para comprar un poco de pan. Cuando el dinero nos permitía comprar mantequilla, era una verdadera fiesta, un banquete. Pero no se agotaba, era como si un ser superior la proveyera de fuerzas, coraje, valentía y alegría para continuar sacrificándose por sus hijos. 

Esa fuerza y coraje eran compensados con los frutos de nuestros estudios. En efecto, la constancia con que nos dedicábamos a nuestros deberes de estudiantes y las buenas calificaciones que obteníamos en el colegio, era el más grande regalo que ella recibía al finalizar cada año de estudios. Cuando llegaban las vacaciones de fin de año, nos dedicábamos a trabajar, ya sea cortando pasto en casas vecinas, picando leña o, como niñeras mis hermanas, con lo cual la vida se nos hacía un poco más llevadera, por lo menos por unas cuantas semanas. Obviamente no jugábamos al igual que los otros niños, para nosotros no hubo infancia. Probablemente ahí se originaron mis problemas de salud. 

Al fin llegaron las 14:00 horas. Debí esperar media hora más al abogado. Me llevaron a una sala. Se sentaron a mi lado el médico y un paramédico. Más me angustié, pues pensé que el asunto sería más grave de lo que me esperaba. Tocaron la puerta, abrieron y entró un hombre vestido formalmente, me saludó y me dijo. 

- ¿Usted es Seiken Keikopura? 
- Sí señor, respondí. 
- Mi nombre es Roberto González y el Estado me ha designado para su defensa. 
- ¿Y de qué me defenderá? 
- Del proceso que se está iniciando contra usted. 
- ¿Se refiere al problema que tuve en el consultorio de salud mental? 
- Sí. 
- Pero, ¿tan grave es? Le pregunté con una voz que ya casi no me salía y mientras transpiraba entero. 
- Sí señor, es grave. 
- ¿Qué sucedió? 
- La doctora falleció producto de las estocadas que usted le propinó en su cuerpo. 
- Pero….

Continuará....
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domingo, 1 de mayo de 2011

El orate (Capítulo I)


El orate (Capítulo I)

El policía - sentado en su silla - detrás del escritorio, se dirigió a mí con una mirada indiferente y dura a la vez:
      
       -   ¿Cuál es tu nombre?
       -   Seiken Keikopura.
       -   ¿Seiken Keikopura?
       -   Sí, señor.
       -   ¡No me digas señor, soy Teniente de 
           policía!.       
       -   Sí, teniente.
       -   ¡”Mi” teniente, debes decirme!
       -   Sí, “mi” teniente.
       -   ¿Qué clase de nombre es ese?
       -   Indiano, mi teniente
       -   ¡Indígena querrás decir!
       -   Como usted diga mi teniente.
       -   ¡No “como yo diga”, así es!
       -   Sí, mi teniente.
       -   ¡O sea, eres mapuche!
       -   Si, y a mucha honra mi teniente.
       -   ¿Cómo puedes hablar de
           honra si ustedes son todos flojos,
           borrachos y ladrones?
       -   ¡Igual que usted mi teniente!
               
                Me lanzó un golpe con las palmas de sus manos en mis orejas, lo que me dejó escuchando un fuerte zumbido el cual fue disminuyendo poco a poco. Me dolió, sí – lo reconozco – pero más me dolió la forma rastrera y alevosa con que me lanzó el golpe. Me sentí impotente.

El teniente era alto, caucásico, cabello rubio, ojos verdes y tenía una mirada severa y despectiva que estaban a la altura de sus características físicas.
       
       -   ¡Tu cédula de identidad!
       -   No la tengo, mi teniente.
       -   ¿Por qué no la portas si sabes que 
           todos debemos llevarla en 
           todo momento?
       -   Se me extravió, mi teniente, junto 
           con mi porta documentos.
       -   ¡Díctame tu número de identidad!
       -   No lo recuerdo, mi teniente.
       -   ¡Cómo que no lo recuerdas, hasta 
           un imbécil se lo sabe!

“El trato del policía me estaba haciendo sentir como el más miserable de los miserables. Por un momento estuve a un paso de lanzarme encima y golpearlo, pero me contuve pues con eso agravaría más la situación más aún si había dos guardias a su lado”.
      
       -   ¿Por qué estás detenido?
       -   No lo sé mi teniente
       -   Pues bien, si no lo sabes, 
           yo te  refrescaré la memoria: 
           por haber atacado a una doctora en
           un consultorio de salud mental 
           con graves consecuencias.
       -   Probablemente, mi teniente.
                
        Los dos policías que lo acompañaban me tomaron de los brazos fuertemente empujándome  hacia una celda de la comisaría, caí de bruces, me levanté y me quedé observando las paredes y los barrotes como un león enjaulado.
       
       -   ¡Siéntate ahí y espera!

De pronto escuché la sirena de una ambulancia que transitaba a gran velocidad. Percibí que el vehículo se detuvo bruscamente en la comisaría donde yo me encontraba. Entraron cuatro hombres vestidos de blanco, los cuales portaban una camilla y un bolso con ropas, colgado de sus hombros.
      
      -   ¿Dónde está el detenido, mi teniente?
      -   En esa celda, respondió el policía.

Abrieron la celda, entraron los paramédicos, resistí inútilmente hasta el último momento, pero entre los cuatro hombres vestidos de blanco lograron doblegar mi cuerpo y mi espíritu, me ingresaron a la ambulancia y me ataron a la camilla. Notaba que la ambulancia avanza raudamente por las calles de la ciudad abriéndose paso con el ruido de su sirena. Se detuvo repentinamente y abrieron las puertas del vehículo de urgencia. En ese momento comencé a recordar vagamente – como quien viene despertando de un sueño – lo que había sucedido. Bien, pensé, ya habrá tiempo para recordar con serenidad. Me sentía derrotado, humillado, sin deseos de vivir, por mi mente pasaban ideas veloces y confusas, como sucede en las grandes ciudades donde se produce un gran tráfico de vehículos, la diferencia era que en mi mente no habían letreros ni semáforos que me ayudaran a ordenar esas ideas, que más que ideas se asemejaban a un caos mental, a un ir y venir de pensamientos inconexos.

Me bajaron de la ambulancia en la camilla e ingresamos al hospital. Comenzaron a desplazarme por unos siniestros pasillos. Transitaban por los corredores personas que me observaban de soslayo, ora con curiosidad, ora con tristeza, ora con indiferencia. Avanzamos largos minutos, que para mí eran eternos. A medida que la camilla peregrinaba por los pasadizos, las personas que circulaban se iban transformando en monstruos, cuyos rostros – en forma tétrica – se alternaban en figuras aleatorias, cual si estuviera en el cine sufriendo con una espantosa película de terror. Finalmente llegamos a una sala dónde habían hombres y mujeres con delantal blanco. Los paramédicos me desataron de la camilla con el fin de trasladarme a una cama, que ya estaba preparada para tal situación. Al tratar de trasladarme intenté deshacerme de los trabajadores que con fuerza e insistencia procuraban llevarme a la cama del hospital, como era tanta la resistencia que yo oponía, entre varios lograron ponerme una camisa de fuerza con la cual lograron inmovilizarme de píes y de manos. Una vez controlado, me trasladaron a la cama. El doctor dio una orden que, por lo que alcancé a escuchar, era que me inyecten 5mg de no sé qué medicamento. A pesar de mi oposición lograron inyectármelo.

Inmediatamente comencé a experimentar un mareo y un desánimo generalizado. Trataba de aferrarme desesperadamente a la lucidez, pero el efecto del medicamento era tan poderoso, que me comenzaba a doblegar física y mentalmente. Aún así seguía insistiendo en no dormirme, pues temía que una vez dormido tendría terroríficas pesadillas. Movía las manos, los pies y la cabeza a pesar de estar inmovilizado con la camisa de fuerza. Ellos me observaban, como divirtiéndose. Por mi mente pasaban ideas espantosas que, quizá por el efecto del medicamento se iban aclarando. Notaba que el odio iba aumentando; odio a los médicos; odio al hospital; odio a los medicamentos y, probablemente, odio a toda la humanidad. El médico ordenó inyectarme una segunda dosis, que yo, resignado, sentía como circulaba por mis venas y arterias hasta llegar a mi cerebro. Perdí la consciencia.

Al día siguiente desperté, bueno, no puedo saber si fueron dos días después, una semana o ya había pasado un mes. Pero estaba recobrando paulatinamente la lucidez. Frente a mí – yo acostado en mi cama aún con la camisa de fuerza ceñida a mi cuerpo – la cual me tenía inmóvil, había un hombre con delantal blanco que por su aspecto imponente yo presumí que era un médico. Cómo se siente, preguntó. Bien, respondí. Bueno, expresó, estos últimos tiempos usted ha experimentado conductas violentas – y esa es la razón por la cual está internado en este hospital psiquiátrico – por lo que el objetivo del tratamiento es poder controlar esos brotes de violencia y, por lo tanto, usted quedará internado hasta que supere dichos síntomas, hasta luego. ¡Doctor!, ¡doctor! grité con fuerza, pero éste – como si hubiese ladrado un perro – hizo caso omiso y se marchó. Mi intención era averiguar cuánto tiempo estaría en el psiquiátrico y si mi familia conocía mi situación, pero me quedé con las interrogantes.  Comencé a observar detenidamente toda la sala, en especial a los pacientes que ahí había. Todos se encontraban en estado de semiinconsciencia, uno de los pacientes – y que fue el que más me llamó la atención – inclinaba constantemente su tronco y cabeza en forma vertical emitiendo unas palabras ininteligibles, como si estuviera recitando versículos del Corán, libro sagrado de la religión musulmana.   

Ya un poco más sereno, comencé a mirar en retrospectiva lo que me tiene hospitalizado  en psiquiatría. Hace ya varios años que estoy en tratamiento en el sistema público de salud, pero estos dos últimos años – dos mil diez y parte del dos mil once – la entrega de medicamentos que tienen por objetivo controlar mi enfermedad, ha sido deficitaria. En efecto, me dan (cuando hay) para tres o cuatro días, a lo más para una semana, lo que provoca en mí una angustia, no sólo por la falta de medicamentos en el consultorio, sino también por la falta de estos en mi organismo. Debo manifestar también que la ausencia brusca de medicamentos en mi sistema circulatorio – y esto le sucede a la gran mayoría de los pacientes – produce una fuerte descompensación, provocando que se manifiesten con más fuerza los síntomas de la enfermedad. En estas circunstancias – o sea totalmente descompensado – llegué al consultorio a retirar mi dosis como se habían comprometido a entregarme una semana antes. Cuando arribé al consultorio conversé con la paramédico solicitándole mis drogas  y además le indiqué que habían dos recetas pendientes. Me respondió que no había y que tenía que esperar otra semana. Le expresé que los necesitaba urgente y tenían que entregármelos, pues ya llevaba más de una semana sin ellos y esta situación estaba provocando serias fisuras en mi matrimonio y, por ende, en mi familia. Me explicó que tenía que conversar con la coordinadora, pero que la esperara unos minutos. Ya habiendo llegado la coordinadora me hicieron pasar a su oficina. La coordinadora – que era doctora – me expresó cortésmente: cuénteme cuál es su problema, a lo cual le respondí: cuénteme usted cuál es el problema que les origina la falta de medicamentos. Me explicó que no había dineros suficientes para comprar los medicamentos. Me levanté de mi asiento y le dije: los necesito inmediatamente. Me respondió tome asiento, de lo contrario no podremos seguir conversando. Ahí fue cuando le lancé un puntapiés en su canilla y en otras partes de su cuerpo, de un manotazo tiré lo que había en el escritorio, incluyendo unos computadores, mientras les gritaba que eran unos insensibles y desgraciados. Tras un grito de la doctora y, tal vez, por el ruido que se produjo debido al escándalo que se armó, llamó a los guardias, estos me sujetaron fuertemente llamaron a la policía y aquí estoy, en el manicomio, por mendigar mis píldoras.

 Hoy he salido al patio – es un espectáculo dantesco – los enfermos caminan (caminamos) sin rumbo fijo con la mirada perdida en el vacío, inclinados como buscando algún objeto extraviado, algunos riendo sin razón alguna, otros alzando y bajando los brazos por largos instantes, estos conversando temas inentendibles, como un monólogo, se ven también enfermos que golpean las paredes de hormigón constantemente hasta hacer sangrar sus manos. Más me enfermo. Avisan que hoy es día de visita, ni me lo esperaba. Aún aturdido espero con ansiedad a mi esposa e hijos.

Llega la hora, entran personas observando con extrañeza y recelo el espectáculo. De pronto diviso a mi señora, quien al verme se le caen las lágrimas, pero trata de disimular – lo que no consigue- nos acercamos a un locutorio, por ende no hay un contacto físico. Me pregunta cómo he estado, le respondo que bien y que lo único que deseo es salir pronto de psiquiatría. Ella me promete que rápidamente me traerá algunos artículos de aseo y que cuando salga de alta hará los trámites con un abogado para separarse de mí.

Deseo morir en el manicomio.

Continuará………