El orate (Capítulo I)
El policía - sentado en su silla - detrás del escritorio, se
dirigió a mí con una mirada indiferente y dura a la vez:
- ¿Cuál es tu nombre?
-
Seiken Keikopura.
-
¿Seiken Keikopura?
-
Sí, señor.
- ¡No me digas señor, soy Teniente de
policía!.
- Sí, teniente.
-
¡”Mi” teniente, debes decirme!
-
Sí, “mi” teniente.
- ¿Qué clase de nombre es ese?
-
Indiano, mi teniente
-
¡Indígena querrás decir!
-
Como usted diga mi teniente.
-
¡No “como yo diga”, así es!
-
Sí, mi teniente.
-
¡O sea, eres mapuche!
-
Si, y a mucha honra mi teniente.
-
¿Cómo puedes hablar de
honra si ustedes son
todos flojos,
borrachos y ladrones?
- ¡Igual que usted mi teniente!
Me lanzó un golpe con las palmas
de sus manos en mis orejas, lo que me dejó escuchando un fuerte zumbido el cual
fue disminuyendo poco a poco. Me dolió, sí – lo reconozco – pero más me dolió
la forma rastrera y alevosa con que me lanzó el golpe. Me sentí impotente.
El
teniente era alto, caucásico, cabello rubio, ojos verdes y tenía una mirada
severa y despectiva que estaban a la altura de sus características físicas.
- ¡Tu cédula de identidad!
- No la tengo, mi teniente.
- ¿Por qué no la portas si sabes que
todos debemos
llevarla en
todo momento?
- Se me extravió, mi teniente, junto
con mi porta
documentos.
- ¡Díctame tu número de identidad!
-
No lo recuerdo, mi teniente.
- ¡Cómo que no lo recuerdas, hasta
un imbécil se
lo sabe!
“El trato del policía me estaba haciendo sentir como el más
miserable de los miserables. Por un momento estuve a un paso de lanzarme encima
y golpearlo, pero me contuve pues con eso agravaría más la situación más aún si
había dos guardias a su lado”.
- ¿Por qué estás detenido?
- No lo sé mi teniente
- Pues bien, si no lo sabes,
yo te refrescaré la
memoria:
por haber atacado a una doctora en
un consultorio de salud mental
con graves consecuencias.
- Probablemente, mi teniente.
Los dos policías que lo
acompañaban me tomaron de los brazos fuertemente empujándome hacia una celda de la comisaría, caí de
bruces, me levanté y me quedé observando las paredes y los barrotes como un
león enjaulado.
- ¡Siéntate ahí y espera!
De
pronto escuché la sirena de una ambulancia que transitaba a gran velocidad.
Percibí que el vehículo se detuvo bruscamente en la comisaría donde yo me
encontraba. Entraron cuatro hombres vestidos de blanco, los cuales portaban una
camilla y un bolso con ropas, colgado de sus hombros.
- ¿Dónde está el detenido, mi teniente?
- En esa celda, respondió el policía.
Abrieron
la celda, entraron los paramédicos, resistí inútilmente hasta el último
momento, pero entre los cuatro hombres vestidos de blanco lograron doblegar mi
cuerpo y mi espíritu, me ingresaron a la ambulancia y me ataron a la camilla.
Notaba que la ambulancia avanza raudamente por las calles de la ciudad abriéndose
paso con el ruido de su sirena. Se detuvo repentinamente y abrieron las puertas
del vehículo de urgencia. En ese momento comencé a recordar vagamente – como
quien viene despertando de un sueño – lo que había sucedido. Bien, pensé, ya
habrá tiempo para recordar con serenidad. Me sentía derrotado, humillado, sin
deseos de vivir, por mi mente pasaban ideas veloces y confusas, como sucede en
las grandes ciudades donde se produce un gran tráfico de vehículos, la
diferencia era que en mi mente no habían letreros ni semáforos que me ayudaran
a ordenar esas ideas, que más que ideas se asemejaban a un caos mental, a un ir
y venir de pensamientos inconexos.
Me
bajaron de la ambulancia en la camilla e ingresamos al hospital. Comenzaron a
desplazarme por unos siniestros pasillos. Transitaban por los corredores
personas que me observaban de soslayo, ora con curiosidad, ora con tristeza,
ora con indiferencia. Avanzamos largos minutos, que para mí eran eternos. A
medida que la camilla peregrinaba por los pasadizos, las personas que
circulaban se iban transformando en monstruos, cuyos rostros – en forma tétrica
– se alternaban en figuras aleatorias, cual si estuviera en el cine sufriendo
con una espantosa película de terror. Finalmente llegamos a una sala dónde habían
hombres y mujeres con delantal blanco. Los paramédicos me desataron de la
camilla con el fin de trasladarme a una cama, que ya estaba preparada para tal
situación. Al tratar de trasladarme intenté deshacerme de los trabajadores que con
fuerza e insistencia procuraban llevarme a la cama del hospital, como era tanta
la resistencia que yo oponía, entre varios lograron ponerme una camisa de fuerza
con la cual lograron inmovilizarme de píes y de manos. Una vez controlado, me
trasladaron a la cama. El doctor dio una orden que, por lo que alcancé a
escuchar, era que me inyecten 5mg de no sé qué medicamento. A pesar de mi
oposición lograron inyectármelo.
Inmediatamente
comencé a experimentar un mareo y un desánimo generalizado. Trataba de
aferrarme desesperadamente a la lucidez, pero el efecto del medicamento era tan
poderoso, que me comenzaba a doblegar física y mentalmente. Aún así seguía
insistiendo en no dormirme, pues temía que una vez dormido tendría terroríficas
pesadillas. Movía las manos, los pies y la cabeza a pesar de estar inmovilizado
con la camisa de fuerza. Ellos me observaban, como divirtiéndose. Por mi mente
pasaban ideas espantosas que, quizá por el efecto del medicamento se iban
aclarando. Notaba que el odio iba aumentando; odio a los médicos; odio al
hospital; odio a los medicamentos y, probablemente, odio a toda la humanidad.
El médico ordenó inyectarme una segunda dosis, que yo, resignado, sentía como
circulaba por mis venas y arterias hasta llegar a mi cerebro. Perdí la
consciencia.
Al
día siguiente desperté, bueno, no puedo saber si fueron dos días después, una
semana o ya había pasado un mes. Pero estaba recobrando paulatinamente la
lucidez. Frente a mí – yo acostado en mi cama aún con la camisa de fuerza
ceñida a mi cuerpo – la cual me tenía inmóvil, había un hombre con delantal
blanco que por su aspecto imponente yo presumí que era un médico. Cómo se
siente, preguntó. Bien, respondí. Bueno, expresó, estos últimos tiempos usted
ha experimentado conductas violentas – y esa es la razón por la cual está
internado en este hospital psiquiátrico – por lo que el objetivo del
tratamiento es poder controlar esos brotes de violencia y, por lo tanto, usted
quedará internado hasta que supere dichos síntomas, hasta luego. ¡Doctor!, ¡doctor! grité
con fuerza, pero éste – como si hubiese ladrado un perro – hizo caso omiso y se
marchó. Mi intención era averiguar cuánto tiempo estaría en el psiquiátrico y
si mi familia conocía mi situación, pero me quedé con las interrogantes. Comencé a observar detenidamente toda la sala,
en especial a los pacientes que ahí había. Todos se encontraban en estado de
semiinconsciencia, uno de los pacientes – y que fue el que más me llamó la
atención – inclinaba constantemente su tronco y cabeza en forma vertical
emitiendo unas palabras ininteligibles, como si estuviera recitando versículos
del Corán, libro sagrado de la religión musulmana.
Ya
un poco más sereno, comencé a mirar en retrospectiva lo que me tiene
hospitalizado en psiquiatría. Hace ya
varios años que estoy en tratamiento en el sistema público de salud, pero estos
dos últimos años – dos mil diez y parte del dos mil once – la entrega de
medicamentos que tienen por objetivo controlar mi enfermedad, ha sido
deficitaria. En efecto, me dan (cuando hay) para tres o cuatro días, a lo más
para una semana, lo que provoca en mí una angustia, no sólo por la falta de
medicamentos en el consultorio, sino también por la falta de estos en mi
organismo. Debo manifestar también que la ausencia brusca de medicamentos en mi
sistema circulatorio – y esto le sucede a la gran mayoría de los pacientes –
produce una fuerte descompensación, provocando que se manifiesten con más
fuerza los síntomas de la enfermedad. En estas circunstancias – o sea
totalmente descompensado – llegué al consultorio a retirar mi dosis como se
habían comprometido a entregarme una semana antes. Cuando arribé al consultorio
conversé con la paramédico solicitándole mis drogas y además le indiqué que habían dos recetas
pendientes. Me respondió que no había y que tenía que esperar otra semana. Le
expresé que los necesitaba urgente y tenían que entregármelos, pues ya llevaba
más de una semana sin ellos y esta situación estaba provocando serias fisuras
en mi matrimonio y, por ende, en mi familia. Me explicó que tenía que conversar
con la coordinadora, pero que la esperara unos minutos. Ya habiendo llegado la
coordinadora me hicieron pasar a su oficina. La coordinadora – que era doctora –
me expresó cortésmente: cuénteme cuál es su problema, a lo cual le respondí:
cuénteme usted cuál es el problema que les origina la falta de medicamentos. Me
explicó que no había dineros suficientes para comprar los medicamentos. Me
levanté de mi asiento y le dije: los necesito inmediatamente. Me respondió tome
asiento, de lo contrario no podremos seguir conversando. Ahí fue cuando le
lancé un puntapiés en su canilla y en otras partes de su cuerpo, de un manotazo
tiré lo que había en el escritorio, incluyendo unos computadores, mientras les
gritaba que eran unos insensibles y desgraciados. Tras un grito de la doctora
y, tal vez, por el ruido que se produjo debido al escándalo que se armó, llamó
a los guardias, estos me sujetaron fuertemente llamaron a la policía y aquí
estoy, en el manicomio, por mendigar mis píldoras.
Hoy he salido al patio – es un espectáculo
dantesco – los enfermos caminan (caminamos) sin rumbo fijo con la mirada
perdida en el vacío, inclinados como buscando algún objeto extraviado, algunos
riendo sin razón alguna, otros alzando y bajando los brazos por largos
instantes, estos conversando temas inentendibles, como un monólogo, se ven
también enfermos que golpean las paredes de hormigón constantemente hasta hacer
sangrar sus manos. Más me enfermo. Avisan que hoy es día de visita, ni me lo
esperaba. Aún aturdido espero con ansiedad a mi esposa e hijos.
Llega
la hora, entran personas observando con extrañeza y recelo el espectáculo. De
pronto diviso a mi señora, quien al verme se le caen las lágrimas, pero trata
de disimular – lo que no consigue- nos acercamos a un locutorio, por ende no
hay un contacto físico. Me pregunta cómo he estado, le respondo que bien y que
lo único que deseo es salir pronto de psiquiatría. Ella me promete que
rápidamente me traerá algunos artículos de aseo y que cuando salga de alta hará
los trámites con un abogado para separarse de mí.
Deseo
morir en el manicomio.
Continuará………
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tremendo relato...¡¡¡
ResponderEliminarsaludos...
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