El examen psicotécnico
Hace ya
bastante tiempo comencé los trámites para rendir examen con el fin de obtener
mi Licencia de Conducir clase “B”. Primeramente, rendí el examen teórico el
cual fue un mero trámite, pues me había estudiado la Ley de Tránsito y manejaba
bien los conceptos como por ejemplo; a cuánta distancia de un grifo contra
incendio se puede estacionar el vehículo, señalizar antes de doblar en una
esquina, significado del signo Pare, los semáforos, las indicaciones de un
policía que regula el paso en una esquina, etcétera , así es que sin problemas
lo aprobé. Posteriormente en el examen práctico, que consistió en conducir mi
vehículo por el sector céntrico de la ciudad, tampoco tuve problemas pues ya
tenía una aceptable experiencia en conducción, respeté todas las señales de
tránsito, es más advertía una sensación de satisfacción al ver que la persona
que me evaluaba - la cual iba sentada a mi lado, en el asiento del copiloto -
daba su aprobación tácita, de lo cual yo me percataba al observar de soslayo su
rostro mientras conducía, también lo aprobé satisfactoriamente, en consecuencia
me correspondía ahora el temible, para mí, examen psicotécnico.
Fui citado,
todavía lo recuerdo como si hubiese sido ayer, a las 16:00 horas en el
Departamento de Tránsito de la municipalidad. Llegué media hora antes, pasé a
la oficina principal, donde ya se encontraban bastantes personas, eso me
incomodaba, esperando entrar a rendir dicho examen. Cada cierto tiempo llamaban
a viva voz a los interesados, quienes pasaban a la sala, que estaba en el
subterráneo, a rendir la prueba psicotécnica, bajaban la escalera tranquilos,
relajados, como expectantes al tener la posibilidad de vivir una nueva
experiencia en sus vidas. Después de rendir su examen, la mayoría salía con un rostro
de satisfacción al haber aprobado la prueba. Mientras otras salían felices
probablemente debido a que, para ellos, era una experiencia nueva (como lo
sería también para mí) y no habían tenido ningún problema en rendirlo con
éxito. Escuché comentarios, mientras esperaba que llegara mi turno, tales como:
“qué fácil estuvo el examen”, “me gustó, lo haría nuevamente”, “muy
entretenido”, etc. Con cada llamado que realizaba el administrativo, iba
aumento en mí la adrenalina, hasta que llegó la hora de la verdad.
De pronto
escuché el nombre más temido para mí y mis emociones: !SEIKEN KEIKOPURA!, yo,
era mi nombre, era como si me encontrara en el Coliseo Romano y hubiese sido
apuntado por el dedo neroniano, lo que en definitiva significaba entrar al
ruedo con unas galerías abarrotadas de personas sedientas de carmesí, y esperar
que levantaran las rejas de las jaulas con lo cual liberaban a los leones
hambrientos, quienes me devorarían sin piedad.
Me levanté
del asiento y comencé a caminar hacia la sala donde se realizaban las pruebas
sensométricas. No sé si caminaba, volaba, o flotaba, pero sí sé que avanzaba en
la dirección correcta. Por lo que recuerdo hoy día, probablemente bajé unas
escaleras, no sé cómo, entré a una gran sala donde habían más personas
esperando su turno, en ese momento lo que vi fue una sala grande, con asientos,
personas, y las temibles máquinas amenazantes, que para mí se me aparecían como
verdaderos monstruos de acero sonriendo siniestramente como diciendo “vas a fracasar”.
Tembló mi cuerpo completo.
El hombre
que me evaluaría tenía un aspecto desagradable, severo y demostraba además un
gran desinterés, casi un desprecio, por mi persona. Primeramente me hizo tomar
asiento frente a una máquina que consistía en un platillo que giraba sobre una
base fija, ambas metálicas, las cuales tenían un orificio. El examen consistía
en acertar con una especie de puntero, el cual llevaba un sensor en el extremo
inferior, al orificio del platillo superior giratorio y al orificio de la base
en el momento en que ambos coincidían. Producto de la tensión mi sistema
nervioso comenzó a alterarse, aumentó la adrenalina y comenzaron las jaquecas y
temblores en mis extremidades. Cada vez que realizaba los intentos sonaba una
alarma, era un pitito que indicaba que había fallado. A raíz de estos intentos
fallidos, creo que acerté en uno, mi organismo comenzaba a mostrar indicios de
desorganización, lo que en Teoría de Sistemas se conoce como entropía.
Fracasado este examen, pasé a la etapa siguiente.
La siguiente
etapa, en general, era de características similares a la anterior. Consistía en
avanzar por un laberinto (no me agrada esta palabra, pues en un laberinto sin
salida se ha convertido mi mente) con una especie de tijera grande, similares a
las tijeras de cortar pasto, que tenía la característica de ser flexible y un
sensor en un extremo que era el que debía hacer avanzar por las líneas
demarcadas de dicho laberinto. Demás está decir que, producto de la tensión, la
cual iba en aumento, se escuchaban pitos que la alarma emitía prácticamente en
forma constante. Ahí fue cuando comencé a escuchar las primeras risas. En
definitiva, esta etapa del examen fue un completo fracaso.
La tercera y
última parte del examen, que yo consideraba la más fácil y entretenida se
transformó en una de las peores pesadillas que jamás haya vivido. Consistía en
un asiento, dos pedales; acelerador y freno y frente a mí, a la altura de mi
rostro, una especie de caja que solamente tenía una pequeña ampolleta. En el
fondo era como estar en un vehículo pero sin volante ni pedal de embrague.
Comenzó el
examen o, más bien dicho, mi calvario, la prueba consistía en mantener mi pie
en el acelerador permanentemente y cuando prendiera la luz roja de la cajita
que tenía frente a mí, sacar mi pie del acelerador y presionar el pedal de
freno rápidamente y volver al pedal antes mencionado. Por alguna razón, quizá
con intención, el pedal del acelerador estaba suelto, es decir, la cubierta metálica
del pedal no estaba firme. Debido a que mis piernas temblaban el ruido metálico
del pedal del acelerador se escuchaba en toda la sala.
Quizá con la
finalidad de presionarme, el examinador me gritaba que me calmara. Fue en ese
momento que comencé a escuchar risas más fuertes que ya se me antojaban
carcajadas. Las risas que yo percibía las oía a mis espaldas, eran las
carcajadas irónicas de un hombre que estaba, probablemente, esperando su turno
junto a otras personas, sentado en una butaca. El examen continuaba y el
examinador ya me gritaba ¡qué le pasa!, ¡Usted es alcohólico! Mientras tanto
seguía encendiéndose la luz roja que estaba frente a mi rostro y yo tratando de
pisar el pedal del freno, mi pie en el acelerador seguía temblando, el pedal
continuaba sonando como si fuesen castañuelas, las carcajadas del hombre las
escuchaba con más fuerza en mis oídos, el examinador que me gritaba algunas
frases que para mí eran ininteligibles en ese momento, frases como; !apúrese!,
!está mal!, !es alcohólico!, "está fracasando en su examen!, en la
confusión seguía escuchando las risas del hombre, sentía mareos, ruidos en mi
cerebro, náuseas y punzadas en mi cabeza.
Ya en el
clímax de la confusión me volteé con la finalidad de gritarle una grosería al
hombre de las carcajadas o, por lo menos, decirle que se callara, o, por
último, ver quién era el que se reía. Y ocurrió lo impensable, no había ningún
hombre, no existían las sillas y butacas que yo aseguraba que allí había, no
habían personas esperando ser atendidas- las personas que esperaban el examen
estaban arriba, es decir en el primer piso - absolutamente nada. Ni siquiera la
pared era como yo la imaginaba. Sólo era una sala pequeña, donde estaban las
máquinas para el examen, el examinador y yo.
Creo que lo
último que me dijo el examinador era que tenía que volver a presentarme al
examen con un certificado médico que acreditara, entre otras cosas, que yo no
era alcohólico. Qué humillado me sentía en ese momento, no sólo por haber fracasado
en el examen, sino que también porque debía acreditar que no era alcohólico,
siendo que jamás lo he sido.
Salí del
subterráneo, subí las escaleras, no sé cómo pero la subí. Pasé con la cabeza
inclinada entre las personas que estaban en la sala de espera, sentí que todos
me observaban, hasta risas en voz baja escuché, en el momento en que pasaba
delante de las personas que esperaban, percibía con verguenza y, a la vez, ira
que se reían de mí al haber escuchado el ruido del acelerador y los gritos del
encargado de examinarme, al fin pude salir de la oficina y llegar a la calle.
Subí a un taxi colectivo pues mi casa está bastante lejos del centro, pero
cuando ya había avanzado unas cinco cuadras mi estómago se descompuso
totalmente producto de los nervios y la jaqueca. Me bajé del colectivo
rápidamente, con náuseas, entré a un callejón estrecho y vomité, vomité y
vomité, era solamente un líquido ácido. Sentí que se me doblaban las piernas y
ahí caí, sobre mi vómito. No sé cuánto tiempo después desperté con unos
puntapiés que me daba un hombre joven quien iba acompañado por su pareja. Con
sus pies el hombre me volteó hacia arriba, como si estuviera tratando de ver el
rostro de un perro muerto tirado en la calle. Creo que comentaron que yo estaba
borracho o algo así. Me dejaron ahí y se marcharon de la mano prosiguiendo con
su romance.
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